lunes, 19 de octubre de 2020

La historiografía como objeto de la ciencia histórica

 La historiografía, ¿es un campo de batalla ideológico?

Este breve ensayo fue parte de las tareas del Seminario II del Doctorado en Historia del Centro Nacional de Estudios Históricos (CNEH) de Venezuela, impartido por el doctor José Gregorio Maita, entre marzo y julio de 2020

El filósofo español-salvadoreño Ignacio Ellacuría[1] comienza su célebre libro Filosofía de la Realidad Histórica[2] intentando definir cuál es el objeto de la filosofía. De entrada, establece que dicho objeto es “aquello que constituye el tema central de una determinada filosofía o metafísica” (Ellacuría, 2007: 15).

Invocando a los filósofos clásicos, en los cuales incluye desde los presocráticos hasta Heidegger, Ellacuría señala que los pensadores generalmente reflexionan sobre “todas las cosas en cuanto ellas coinciden en algo o son abarcadas y totalizadas por algo”[3].

En las ciencias humanas esto se nos presenta como un reto difícil de resolver, pues definir la naturaleza y límites de dicha totalidad ha sido un problema no sólo de la filosofía sino también de toda disciplina en las ciencias sociales, de lo cual no se escapan los estudios históricos.

Otro escollo a vencer es definir ese “algo” en la cual coinciden todas las cosas o que totaliza una cantidad indeterminada de elementos.

Desde el punto de vista filosófico, para Ellacuría, la reflexión sobre la definición de esa totalidad (o de esa unidad totalizante) ha girado en torno a dos visiones enfrentadas históricamente. Por un lado, encontramos un tipo de unidad conceptual, en la cual la totalidad de todas las cosas es más lógica que real. Ésta se basaría en que todas las cosas reales o materiales no conforman una unidad o totalidad real per se. En contraposición, describe la existencia de visiones filosóficas que sostienen la unidad física como una totalidad conformada por todo lo real. Lo que vemos aquí, entre unidad conceptual y unidad física de todo lo real, es la tensión permanente que se ha dado en la historia de la filosofía entre un tipo de idealismo, cuyo máximo y más cercano representante sería Hegel, y un materialismo, representado, por supuesto, por Marx.

Sin embargo, Ellacuría reconoce en Marx una inequívoca propuesta de solución a esta tensa dicotomía, la cual permite un encuentro o fusión entre la unidad conceptual y la unidad física. Se trata del rescate que hace Marx del núcleo del método dialéctico de Hegel y que expresa claramente en el prólogo de El Capital.

Lo que trata de esclarecer Ellacuría es la existencia de una unidad de contrarios que sólo es posible reconocer como un devenir, es decir, como un proceso permanente, digamos dialéctico.

“Sólo como devenir, que, por su propia naturaleza es una unidad de contrarios, puede captarse y conceptuarse la realidad; sólo como momentos de un todo procesual puede entenderse la totalidad de la realidad. Cuando se toman las cosas en una extensa perspectiva y buscando el fondo de la realidad, aparecen como momentos evanescentes de un proceso” (Ellacuría, 2007: 20)

Sin rechazar la existencia de una unidad meramente conceptual y una unidad puramente física, la realidad, en cuanto a totalidad de todo lo real, ha de considerarse procesual, es decir, dinámica. Y en ese proceso, los elementos o las cosas que conforman dicha realidad son, en palabras de Ellacuría, “momentos evanescentes” de dicha dinámica procesual.

Esa totalidad, en la cual la realidad “da más de sí”, y donde convergen todos los tipos de realidad posibles (humana, material, conversacional, mediática, entre otras), es lo que denomina Ellacuría como realidad histórica.

A su juicio, se trata no sólo de los hechos acaecidos en el devenir histórico de la humanidad, sino de todo lo que conforma la totalidad de lo real.

Implicaciones en los estudios históricos

Llevemos esta reflexión a la historia como ciencia. En primer lugar, retomemos la pregunta inicial y trasladémosla al ámbito de los estudios históricos. ¿Cuál es el objeto de la historia? En este punto comenzamos una aproximación a la reflexión que planteamos en este breve ensayo. Es decir, cuáles aspectos de ese objeto de la historia como ciencia podrían considerarse parte de eso que denominamos más arriba como unidad conceptual de la realidad y cuáles pertenecen a la unidad material. Para así, posteriormente, intentar establecer una dialéctica entre ambas dimensiones de la realidad y determinar cómo se da esa totalidad de todo lo real, que bien podría considerarse el objeto de la historia. Eso sí, considerando siempre su aspecto procesual, es decir, dinámico, y en el cual los elementos que lo conforman han de tomarse en cuenta como momentos evanescentes de dicha dinámica.

Decimos esto porque, tradicionalmente, se considera el discurso histórico[4] como estático, determinado, verdadero, inamovible, en otras palabras, como un universo cerrado, noción analizada por la Escuela de Frankfurt en su crítica a la totalidad discursiva como herencia del pensamiento moderno y del uso instrumental de la razón.

Volviendo a la interrogante de cuál es el objeto de la historia, Collingwood (1946) se hace específicamente esa pregunta y responde que las cosas que averigua la historia son del tipo res gestae, es decir, actos de seres humanos que han sido realizados en el pasado[5]. A primera vista, todo lo contenido en la respuesta de Collingwood bien podrían considerarse parte de la unidad material (no conceptual), pues la nominalización “actos de los seres humanos” se refiere a lo materialmente acaecido en el ámbito de lo real. Lo hecho por los seres humanos modifica la realidad y, a la vez, su carácter de acto ratifica su materialidad. El “ser humano” es parte de la realidad real que ha sido modificada, ampliada, intervenida, por los actos que ha cometido. De hecho, el acto es meramente humano y, desde la filosofía, gran parte de la actualización de la realidad en nuestra contemporaneidad se concretiza por el acto humano. De ahí, precisamente, la noción de actualización. Podemos decir, entonces, que la historia como ciencia tiene por objeto la modificación (o actualización) que hace el ser humano de la realidad con sus actos.

Las cosas se complican cuando tratamos de hallar qué elementos forman parte de la unidad conceptual que haga posible la dinámica dialéctica, es decir, establecer un objeto de la historia que integre la totalidad de la realidad: la realidad histórica.

En la respuesta de Collingwood hay tres elementos conceptuales que se hayan más allá de lo estrictamente material. En primer lugar, el propio término acto sugiere, desde la filosofía aristotélica, una noción conceptual muy importante para la dinámica misma de la realidad. Se trata de la potencia. Todo acto es la materialización de una potencialidad y ésta no es material hasta que el acto se concreta. En términos aristotélicos, el principio fundamental del movimiento es el paso de la potencia al acto. Y este principio explica, en esta perspectiva de intentar definir un objeto de la historia, porqué el historiador no sólo toma en cuenta como objeto de su reflexión los actos humanos, sino también las potencialidades, en un primer momento inmateriales, que hicieron posibles dichos actos, llámense causas, condiciones o posibilidades.

El segundo término, encontramos la noción de pasado. Bloch (1949), referencia obligada en los estudios históricos, ya mostraba tempranamente la imposibilidad de considerar la historia como “ciencia del pasado”, de hecho, calificaba de absurdo suponer el pasado como objeto de la historia[6] y lanzaba su célebre propuesta de “la ciencia de los hombres en el tiempo”, trasladando así el objeto de estudio al hombre y al tiempo, términos (material y conceptual, respectivamente) que intentaremos rescatar más adelante.

El pasado no es material, por lo tanto, es meramente conceptual. Aunque haya en él, como ámbito de la realidad, cierta materialidad, dicha materialización se dio en un tiempo distinto a éste en el que nos ubicamos como historiadoras o historiadores que están intentando definir su objeto.

Sin embargo, para definir el pasado como parte de una totalidad y determinar específicamente ese algo que “abarca o totaliza todas las cosas”, hemos de reconocer la existencia de una permanente dinámica procesual. Ello es posible reconociendo la dialéctica permanente que existe entre el pasado (como ámbito en el cual sucedieron “actos de los seres humanos”) y el presente (ámbito en el que el historiador analiza dichos actos y/o la sociedad los asimila).

Pasado y presente se encuentran interactuando en un permanente movimiento dialéctico, en el cual el papel del historiador es fundamental, dado su reconocimiento social como investigador, analista y constructor de los discursos sobre esas investigaciones y análisis.

Pasado y presente no son lo mismo pero ambos conforman una totalidad dinámica. El pasado, como señalamos, se ubica en un espacio inmaterial y, por ende, conceptual, dado que es inaprensible fenomenológicamente; mientras que el presente se constituye como un escenario material, en el que el pasado se reactualiza, es decir, se reconstruye y se hace nuevamente concreción material. Por lo tanto, no hay realidad histórica sin el binomio pasado-presente.

Al respecto, Le Goff (1977) sostiene la importancia de la distinción pasado-presente como un elemento esencial de la concepción del tiempo histórico y, por consiguiente, como una operación fundamental de la ciencia y conciencia históricas[7].

Resulta por demás interesante la reflexión de Le Goff sobre lo que llama la “dupla pasado-presente”, pues observa con detenimiento las implicaciones en áreas distintas a la historia, pero que tiene un alto impacto en lo que consideramos memoria colectiva.

“La distinción pasado/presente de la cual aquí se trata es la que se encuentra en la conciencia colectiva, más especialmente en la conciencia sociohistórica, pero corresponde hacer una observación preventiva sobre la pertinencia de esta oposición, y evocar la dupla pasado/presente en perspectivas diferentes de las de la memoria colectiva y la historia”[8]

Para el autor, antes de tomar en consideración la oposición pasado/presente en el marco de la memoria colectiva, es importante lanzar una mirada también a lo que ella significa en otros ámbitos como la psicología, la lingüística o la antropología cultural, así como sus implicaciones en la construcción de una conciencia histórica.

Su planteamiento, desde nuestra perspectiva y reflexión, sugiere que la conciencia histórica podría considerarse como un producto de la dialéctica entre pasado y presente, vistas éstas como unidades conceptuales y materiales, respectivamente, pues dicha conciencia surge de la dinámica entre ambos y la totalidad de lo real.

De hecho, Le Goff cita al filósofo e historiador francés François Châtelet[9], quien al estudiar el nacimiento de la historia en Grecia antigua definió las características de la conciencia histórica respecto a la dinámica entre pasado y presente, vistas éstas como categorías iguales y diferentes a la vez.

Según Châtelet, la conciencia histórica cree en la realidad del pasado y, por tal motivo, éste no es por naturaleza distinto del presente. “Esto significa particularmente que de ningún modo cabe tratar a lo sucedido como ficticio o irreal”[10].

Sin embargo, sostiene que pasado y presente también son diferentes e incluso contrapuestos, pues aún cuando ambos, como señalamos anteriormente, pertenecen a la esfera de la totalidad de lo real, ambos se sitúan en una dinámica permanente de alteridad, es decir, uno no se reconoce sin el otro.

Recogemos estos dos aspectos de la referencia que hace Le Goff de Châtelet, pues de alguna manera ratifica la dualidad interdependiente que existe entre pasado y presente, como elementos conceptual uno y material el otro, pero que conforman una unidad de lo real: la realidad histórica. Es imposible estudiar el pasado sin tener en cuenta el presente y el historiador debe tomar en cuenta de manera permanente las características constitutivas de su presente, pues es desde ese horizonte de entendimiento, hablando en términos hermenéuticos, que se está reflexionando sobre un aspecto específico del pasado.

Por último, para concluir con Collingwood, tomamos en consideración un tercer y último elemento inmaterial o conceptual asomado por el filósofo e historiador británico. Collingwood, al referirse al objeto de la historia, habla de un tipo específico de hechos: los de naturaleza res gestae. Sin hacer un estudio etimológico exhaustivo, la voz latina res gestae se refiere a los hechos. Pero no a simples hechos. Aunque en la jurisprudencia anglosajona, el término es empleado para referirse al período temporal en que ocurrieron los hechos que constituyen un delito, la referencia más usada en la historia es la que señala las “hazañas de héroes en batalla”. Proviene de los vestigios documentales del Res gestae Divi Augusti, en latín Las Hazañas del Divino Augusto, es decir los hechos heroicos del primer emperador romano César Augusto.

Algo que se ha debatido mucho en los estudios históricos es cuáles hechos podemos considerar actos heroicos o hazañas y cuáles no. Estamos de nuevo ante una tensión entre lo material (acto o hecho que modifica la realidad) y lo conceptual (la calificación o valoración de un hecho). Actualmente, en el discurso histórico se ha registrado un giro hacia la denominada historia de la vida cotidiana, cambiando la perspectiva de apreciar los hechos de la manera como nos tenía acostumbrados el relato histórico tradicional, el cual fue promovido por la academia, desde Herodoto hasta la modernidad, en el que lo más importante eran los personajes destacados y la exaltación de hazañas espectaculares, “donde los individuos sin relieve quedaban en el olvido”[11].

Esta nueva perspectiva, la llamada también nueva historia tiene implicaciones metodológicas para el historiador, pues ya no se trata de investigar y reportar la vida de grandes héroes que realizan hazañas espectaculares, sino sujetos comunes cuyos actos dan cuenta de la sociedad que se estudia, lo que también obliga a una revisión del término acontecimiento.

“La nueva historia se enfrenta al reto de considerar como sujetos a individuos comunes, sin fijarse en los grandes acontecimientos que ocuparon hasta ahora a los historiadores. De hecho rechaza los relatos e interpretaciones de acontecimientos, siempre seleccionados según el criterio de los cronistas o las tendencias de las fuentes, y se refiere al “no acontecimiento”. Esto tampoco nos libera de definiciones subjetivas, porque en todo caso es preciso elegir el problema que se va a estudiar y el enfoque adecuado, que depende de que busquemos lo que cada periodo o situación tiene en común con los demás o lo que tiene diferente” (Gonzalbo, 2006: 31-37)

Por supuesto, este particular planteamiento metodológico nos lleva a una reconsideración de la labor profesional del historiador, pues anteriormente la denominada vida cotidiana, cuando no era objeto de la ciencia histórica, su estudio estaba reservado para la antropología o la sociología, lo cual ahora llama a una formación distinta del profesional de la historia, así como una necesaria interdisciplinariedad.

“Antes de que los historiadores se ocupasen del tema, la vida cotidiana fue objeto de estudio de los antropólogos y de los sociólogos; y también la demografía histórica proporcionó interesantes informaciones que pudieron ser interpretadas con el apoyo de otros métodos y de otras fuentes. Aun hoy se diría que para la comprensión de las complejas relaciones de lo rutinario con lo dinámico y de lo público con lo privado sería ideal un historiador con formación de antropólogo, de sociólogo y de demógrafo, y que no le haría daño un conocimiento básico de temas relacionados con el mundo del derecho. Una revisión de conceptos de la antropología y de la sociología debe ser útil para quienes se acercan a la historia de la vida cotidiana con el deseo de encontrar explicaciones de costumbres y tradiciones, más allá de las curiosidades y de las descripciones” (Gonzalbo, 2006: 31-37)

Pero lo que nos incumbe para los propósitos de este ensayo es apreciar cómo el movimiento dialéctico entre un hecho concreto (acto-real) y su valoración (acontecimiento-conceptual), expresadas en cambio del sujeto histórico de “héroe” a “individuo común”, se manifiesta de una forma novedosa para el historiador, quien ha de asumir como objeto de su ciencia una totalidad o una unidad totalizante que incluye las dos nociones en una sola, pues ambas constituyen una misma realidad histórica.

El ser humano como unidad totalizante de la realidad

“Nos ocuparemos conjuntamente del estudio del hombre individual, lo que será filosofía, y del estudio del hombre social, lo que será historia”. Esta frase del historiador francés Jules Michelet (1798-1874) es la que fundamenta la propuesta de March Bloch de considerar al ser humano como objeto de la historia[12].

“En efecto, hace mucho que nuestros grandes antepasados, un Michelet y un Fustel de Coulanges, nos habían enseñado a reconocerlo: el objeto de la historia es esencialmente el hombre. Mejor dicho: los hombres. Más que el singular que favorece a la abstracción, a una ciencia de lo diverso le conviene el plural, modo gramatical de la relatividad”. (Bloch, 2018: 56)

Lo interesante de este planteamiento es la relación que establece entre la unidad del ser humano “favorable a la abstracción” y, por ende, a la filosofía; y, en segundo lugar, la diversidad o pluralidad del ser humano que conviene a “una ciencia de lo diverso”, de lo social, que es la historia.

Sin embargo, Bloch nombra las dos nociones como objetos de la historia: el ser humano como individualidad y el ser humano en sociedad, repetimos, el primero favorable a la reflexión filosófica y el segundo al estudio histórico. Podríamos entender que los actos humanos, sino provienen de necesidades colectivas o que afectan a una sociedad, no son históricos, pues no hay un reconocimiento de la actualización de la naturaleza por parte de una otredad.

Ya Bloch, unas líneas antes, lo había asomado. La naturaleza puede modificarse por sí misma en una evolución material natural, pero cuando dichas transformaciones son consecuencias de actos humanos como diques, represas, canales, tala de bosques, entre otros, nacidos de necesidades colectivas y, a decir de Bloch, producto de una estructura social determinada (pueblo, ciudad, nación) estamos ante un hecho eminente histórico.

Este pasaje o movimiento de la historia natural (de la naturaleza transformándose a sí misma) a una historia humana o social (el ser humano interviniendo y modificando la realidad) es lo que plantea también de alguna manera Ignacio Ellacuría para fundamentar su propuesta de totalidad de la realidad como realidad histórica.

Para Samour (2008), Ellacuría, en la etapa madura de sus reflexiones y basándose en la metafísica de Xavier Zubiri[13], luego de plantear un largo recorrido entre la materialidad de la naturaleza y el carácter social de la realidad humana, considera al ser humano como naturaleza e historia y, por tanto, parte esencial en la búsqueda de una visión unitaria, dinámica y abierta de la totalidad de la realidad, cuya máxima realización y manifestación se concreta, precisamente, en la realidad humana en su proceso social e histórico[14].

Entonces, la realidad humana, como componente esencial de la realidad como unidad de todas las cosas reales, se convierte en la forma suprema de la realidad. En otras palabras, es el ser humano, como realidad material y abstracción conceptual, ese “algo” que totaliza la realidad y le da unidad a todas las cosas. Este planteamiento responde a la pregunta inicial de cuál es el objeto de los estudios históricos, no sólo basándonos en lo dicho por Bloch, sino también dándole una justificación filosófica.

Sin embargo, acudamos a otro componente conceptual de la realidad humana pero que ha de considerarse como fundamental para la actualización material de la realidad como totalidad: el tiempo.

Volvamos a la obra ya citada de Bloch (1949) para reconocer la convergencia entre filosofía e historia como ámbitos y perspectivas de investigación, cuyo objeto es la totalidad de la realidad, en otras palabras, la realidad histórica.

Bloch advierte que no podemos considerar la historia únicamente como “la ciencia de los hombres” (digamos, del ser humano). El historiador francés califica de vaga dicha conceptualización y la amplía a “la ciencia de los hombres en el tiempo”. Ya nos referimos a algunas nociones fundamentales de la temporalidad histórica, centrándonos en la dupla “pasado-presente” es necesario ahondar más.

Más allá que una simple medida, a juicio de Bloch, el tiempo histórico forma parte de una realidad, de alguna manera el lugar en el que acaecen los actos humanos.

“Realidad concreta y viva, entregada a la irreversibilidad de su impulso, el tiempo de la historia, por el contrario, es el plasma mismo donde están sumergidos los fenómenos y es como el lugar de su inteligibilidad” (Bloch, 1949: 58)

Aquí encontramos términos que nos obligan a detenernos para continuar nuestro análisis. El tiempo se considera parte de la unidad conceptual debido a su carácter abstracto. No obstante, tanto Bloch como Ellacuría, autores a quienes hemos obligado a un diálogo, lo consideran fundamental para la conformación de unidad física o material de la realidad. En primer lugar, Bloch considera el tiempo histórico como realidad concreta y viva. El tiempo se nos presenta aquí como realidad, es decir, como parte constitutiva de la materialidad del mundo de todas las cosas reales. Y se refuerza con los adjetivos “concreta” y “viva”. Cuando hablamos del continuum temporal de la actualización de la realidad: potencia-acto-consecuencia, nos referimos a un dinamismo propio de la realidad real. De ahí el uso del término “viva” que sugiere movimiento, vitalidad, dinamismo. También la cita refiere un tipo de concreción, es decir, una realización, vista ésta como una etapa en la línea temporal y, por ende, de la historia, en la que se manifiestan los actos humanos.

 “… esta totalidad de lo real exige una total concreción y esta total concreción está determinada por su última realización y a su vez cobra su última realización en la historia y por la historia” (Ellacuría, 1972).

 Váldez[15] resalta el valor del término concreción en pensamiento filosófico de Ellacuría, pues según su planteamiento es en las concreciones o realizaciones, como estadios últimos de la acción humana, donde podemos apreciar las realidades sociales y políticas, que a su vez son objeto de la propuesta política de Ellacuría, dado que a las concreciones que afectan negativamente a la sociedad han de concretarse nuevas realidades que liberen a los individuos o sociedades de tal afectación. Por tal razón, tiende puentes claros entre la filosofía y la historia. Recordemos la cita de Michelet hecha por Bloch, en la que reserva la filosofía para el estudio del hombre y la historia para el análisis de éste en sociedad, ambas disciplinas en un permanente diálogo o movimiento dialéctico.

“En la historia, que incluye y supera la evolución, es donde la realidad va dando más de sí, según la feliz conceptuación de Zubiri, y donde esa realidad van desvelándose cada vez más, va haciendo más verdadera y más real. Por eso el que vive al margen de la historia, vive al margen de la filosofía; querer relegar la concreción histórica al antigua esquema naturalista sustancia-accidente y formas inmutables, es, ciertamente, una opción intelectual ya superada. De ahí que el logos para ahondar en lo más real de la realidad sea un logos histórico, que asume y supera al natural” (Ellacuría, 1972).

La historia y, en consecuencia, el tiempo histórico, es el lugar donde la realidad se hace más real, da más de sí y va mostrando más la verdad, por lo tanto, desde la historia o desde una perspectiva histórica es que podemos analizar el ser humano como abstracción (filosofía) y como concreción y realización (historia). Y en eso Bloch también coincide con Ellacuría, pues según el francés, el tiempo histórico, además de ser el plasma “donde están sumergidos los fenómenos” es “el lugar de su inteligibilidad”, es decir, el logos histórico del que habla Ellacuría. Podemos entender la realidad histórica como totalidad de todas las cosas, pues el tiempo es uno de esos elementos que le dan unidad y sentido.

Historia como realidad e historia como discurso

Hasta aquí hemos intentado revisar cuál es el objeto de la historia estableciendo un diálogo entre la filosofía y la ciencia histórica, sin caer en especulaciones universalistas de la filosofía de la historia en stricto sensu. Planteamos como objeto de la historia la denominada por Ignacio Ellacuría realidad histórica, pues es concebida como la totalidad o unidad de todas las cosas reales, tanto conceptuales como físicas. Y porque también es un ámbito o lugar aprehensible fenomenológicamente en el que convergen todas las realidad posibles: material, biológica, humana, social, mediática, entre otras.

El y la profesional de la historia deben apreciar lo que antes analizaban como hechos como partículas de una realidad amplia, compleja, abierta, dinámica y en permanente actualización. Dichos hechos han de concebirse como concreciones que devienen, es decir, que están instalados efímeramente en una temporalidad o continuum cuyo estadio anterior fueron actos y antes potencia.

El problema que ahora surge es el metodológico. ¿Cómo es posible analizar un realidad tan inmensa e inabarcable como la realidad histórica? ¿Esa inmensidad es aprehensible fenomenológicamente?

El surgimiento de la historia como ciencia, bajo la influencia poderosa de la modernidad y, específicamente, del pensamiento positivista, trajo consigo una constante y profunda revisión de muchos de sus conceptos fundamentales, tanto en el ámbito teórico como en el de su método, precisamente para resolver interrogantes como éstas.

Un aspecto transversal de este replanteamiento integral ha sido, precisamente, la definición del concepto de historia en sí.

Es clásico referir la nociones diferenciadas de historia (Geschichte), como lo acontecido, e Historia (Historie) como ciencia histórica, cuyo uno de los principales estudiosos es el historiador alemán y especialista en historia conceptual Reinhart Koselleck[16].

La diferenciación entre “lo acontecido” y “la ciencia” de registrar, analizar y narrar lo acontecido, ha sido objeto de discusión desde hace mucho tiempo dada su ambigüedad. Por ejemplo, Ferrater Mora (1994) describe historia “como lo que les ha pasado, e inclusive les está pasando, a los hombres, como el objeto de estudio histórico” y la historia como “el estudio histórico, el estudio del pasado”[17]. Idéntica distinción hace Abbagnano (1960) cuando diferencia historia como “los hechos mismos, un conjunto o la totalidad de ellos (res gestae)” e historia como término que, en general, “significa investigación, información o informe y que ya en griego era usado para indicar la información o narración de los hechos humamos” y además “el conocimiento de tales hechos o la ciencia que disciplina y dirige este conocimiento (historia rerum gestarum)”[18].

Retomando la noción de realidad histórica como integradora de la unidad física y la unidad conceptual, podríamos afirmar que la res gestae, es decir, los actos humanos, se ubican en el ámbito material, físico, de la realidad; mientras que la historia rerum gestarum o la ciencia de analizar y relatar dichos acontecimientos se ubica en el espacio conceptual pues son inaprensibles. ¿Pero realmente esto es así? ¿No debería existir un “algo” que diera sentido, es decir, unidad o totalidad a ambos?

Tanto Abbagnano como Ferrater Mora señalan, sin embargo, la persistencia de una ambigüedad entre historia como acontecer e historia como disciplina. Para Abbagnano esa ambigüedad es fundamental y “aparece en todas las lenguas modernas cultas”[19]. Por su parte, Ferrater Mora insiste en que dicha ambigüedad, sólo en algunos casos, se corrige remitiéndose al contexto en el cual se usa el término. Sin embargo, ambos autores coinciden en que la solución que se ha dado ha sido denominar historia a los hechos registrados en la realidad física y reservar el término historiografía a la ciencia y narración de la historia.

Entonces la historia como acontecer de hechos en la realidad se encuentra ubicado en el ámbito físico, material, digamos real; y la historiografía se ubica en el ámbito conceptual, digamos inmaterial. Repetimos nuestra interrogante: ¿Pero realmente esto es así?

El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), cuya consulta es pertinente dada nuestra lengua materna, coincide establecer claramente un estatus a la historiografía distinto al término historia. Como primera acepción describe la historiografía como la “Disciplina que se ocupa del estudio de la historia”; en segundo lugar, establece que la historiografía consiste en el “Estudio bibliográfico y crítico de los escritos sobre historia y sus fuentes, y de los autores que han tratado de estas materias”; y, por último, como el “Conjunto de obras o estudios de carácter histórico”[20]. Vemos aquí un amplio abanico de elementos constitutivos de la historiografía. Ésta es disciplina, estudio, historia, bibliografía, escritos, fuentes, autores, obras. En otras palabras, una constelación de acciones humanas y sus productos o concreciones. Entonces podemos decir, sin comparar ambos términos, que la historiografía se convierte en la unidad totalizante de una realidad compleja, dinámica y abierta: la realidad histórica.

No obstante, hay que dejar claro que la historiografía no es la realidad histórica, pero sí es el lugar, tal vez el único (como el “plasma” de Bloch donde yacen los actos humanos), donde es posible apreciar para su análisis el acontecer histórico sucedido en el pasado y que nos llega al presente en forma de discurso. Y hablamos de discurso, pues a partir del llamado giro lingüístico, que desde la filosofía del lenguaje y el estructuralismo impactó en las ciencias sociales en general, se ha tomado el discurso como una de las más importantes formas de materialidad de la acción humana. Como la concreción de Ellacuría, el discurso es la realización o actualización de la realidad a la cual podemos acudir para estudiar las acciones del ser humano en el pasado.

Si la historiografía es la disciplina que se ocupa del estudio de la historia, de su registro bibliográfico, de sus fuentes, sus autores y del conjunto de las obras sobre historia, entonces allí (como lugar) están contenidas y unificadas todas las realidades posibles y, por lo tanto, se convierte en objeto primordial de la ciencia histórica. Ello, pues es en la historiografía misma como discurso el lugar donde podemos apreciar la historia como totalidad.

Carbonell (1981) ya identificaba la historiografía como discurso e, incluso, cómo la historia que se ha escrito sobre ese discurso se ha de suponer como verdadero, pero que a pesar de esa suposición, es la vía más conveniente para conocer el pasado[21].

“¿Qué es la historiografía? Nada más que la historia del discurso —un discurso escrito y que dice ser cierto— que los hombres han hecho sobre el pasado; sobre su pasado. Porque la historiografía es el mejor de los testimonios que podemos tener sobre las culturas desaparecidas, sobre la nuestra también, suponiendo que exista todavía y que la semi-amnesia de que parece adolecer no revele su muerte. Una sociedad no se descubre jamás tan bien como cuando proyecta tras de sí su propia imagen”. (Carbonell, 1981: 8)

Retomamos a Abbagnano (1960) para diferenciar claramente, la historia universal de la historiografía, en la que la primera es objeto de estudio del filósofo (como abstracción) y la segunda materia prima para el análisis del historiador o historiadora (como concreción o discurso). A su juicio, la historia universal es el conocimiento del plan providencial del mundo histórico, razón por la cual siempre ha sido acusada, precisamente, de universalista, producto de la visión totalizadora euro-centrista de la modernidad; y, en segundo lugar, la historia universal “es independiente de las limitaciones del material historiográfico y de los instrumentos de investigación, por lo tanto puede prescindir de cualquier historia escrita o que pueda ser escrita. Fitche consideró la historia a priori completamente independiente de la historia a posteriori, que es la (materia) del historiador”[22].

Por lo tanto, quien no puede prescindir de “todo material historiográfico”, aún con sus limitaciones, es el historiador (a), cuyo objeto es la historia a posteriori, es decir, toda la historia ya escrita o los documentos que por medio de sus instrumentos y métodos de investigación puedan tener acceso.

Volvemos aquí a plantear como objeto de los estudios históricos las acciones del ser humano en el tiempo, pero reconociendo que la vía para acceder a esos hechos históricos son las concreciones discursivas que dan cuenta de esa realidad compleja, amplia y dinámica. Hablamos no sólo de textos, sino también de la consideración de estos como discurso, es decir, como parte de una constelación de elementos como contextos de producción y de consumo, productores textuales con sus intencionalidades, consumidores de esos discursos con sus expectativas, instituciones con sus estructuras de poder e ideologías, canales y soportes de comunicación en los cuales se difunden los elementos que conforman el discurso historiográfico.

El discurso historiográfico como objeto

En conclusión, asumimos un cambio paradigmático en la orientación de cuál ha de considerarse objeto de las ciencias históricas.

Hasta ahora muchos aún toman como objeto, y lo hemos asomado y justificado aquí varias veces, la acción del ser humano en el tiempo (res gestae). Sin embargo, dicha acción no sólo sucede en un tiempo y en un espacio determinados, sino que son concreciones de actos que partieron de una potencialidad, que modificaron (actualizaron) la realidad y cuya principal característica es estar constituida por un diverso y amplio conjunto de elementos a los cuales hay que dar unidad.

Esa unidad o aspecto totalizante se concretiza en la propuesta de Ignacio Ellacuría de realidad histórica, la cual hemos diferenciado de la historia universal (abstracta, apriorística y objeto de la filosofía) y, asimismo, dando a entender que la realidad histórica es una totalidad que contiene un conjunto de realidades concretas (tangibles o no; materiales o conceptuales), cuya diversidad sólo se puede acceder a posteriori, es decir, por medio de las concreciones que dan cuenta o registran los hechos históricos (historia erum  gestarum).

También hemos intentado explicar que esas concreciones conforman, en el caso de la historia como realidad, un discurso, en otras palabras, el discurso histórico. Y éste se convierte en la unidad totalizante de, como expusimos en el apartado anterior, un conjunto de factores como textos, contextos, productores, receptores, canales y soportes que, en su conjunto, conforman una unidad que denominamos discurso historiográfico y que proponemos como objeto de las ciencias históricas, pues la única evidencia, material y conceptual, de esa totalidad inabarcable, compleja, diversa y dinámica que es la realidad histórica.

Referencias

Abbagnano, N. (1960). Diccionario de filosofía. México: Fondo de Cultura Económica, 2010

Bloch, M. (1949). Apología para la historia o el oficio del historiador. México: Fondo de Cultura Económica, 2018

Carbonell, C. O. (1983). La historiografía. México: Fondo de Cultura Económica

Collingwood, R. G. (1946). Idea de la historia. México: Fondo de Cultura Económica, 2011

Ellacuría, I. (2007). Filosofía de la Realidad Histórica. San Salvador: UCA Editores

Ferrater Mora, J. (1994). Diccionario de filosofía. Tomo E-J. Barcelona: Editorial Ariel, 2001

Gonzalbo A., P. (2006). Introducción a la historia de la vida cotidiana. México: Colegio de México

Koselleck, R, (1975). historia/Historia. Barcelona: Trotta, 2010

Le Goff., J. (1977). Pensar la historia: Modernidad, presente, progreso. Barcelona: Paidós, 1991

Samour, H. (2008). La propuesta filosófica de Ignacio Ellacuría. Cuadernos de filosofía latinoamericana, 29 (99), 65-76

Váldez V., R. (1996). Sobre la evolución del pensamiento filosófico de Ignacio Ellacuría. Revista ECA, noviembre-diciembre de 1996


[1] Ignacio Ellacuría (1930-1989), jesuita, docente universitario y filósofo, fue rector de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA). La noche del 16 de noviembre de 1989, junto a otros miembros del equipo rectoral de esa casa de estudios, fue brutalmente asesinado por un comando especial de las fuerzas militares salvadoreñas por lo que se conoce como uno de los “mártires de la UCA”.

[2] Ignacio Ellacuría, Filosofía de la Realidad Histórica (San Salvador: UCA Editores, 2007), 15-46.

[3] Ibíd

[4] Entendemos “discurso histórico” en este momento como el discurso producido por los historiadores y las instituciones que se encargan de la investigación histórica (universidades, institutos de investigación, revistas, etc.)

[5] R.G. Collingwood. Idea de la historia. (México: Fondo de Cultura Económica, 2011), 69.

[6] Marc Bloch. Apología para la historia o el oficio del historiador. (México: Fondo de Cultura Económica, 2018), 54

[7] Jacques Le Goff. Pensar la historia: Modernidad, presente, progreso. (Barcelona: Paidós, 1991)

[8] Ibíd.

[9] François Châtelet (1925-1985) fue director del Departamento de Filosofía de la Universidad de París-VIII (Vincennes) y profesor de Historia de las Ideas Políticas en la Sorbona. Fue fundador del Collège international de philosophie junto a Jacques Derrida, Jean-Pierre Faye y Dominique Lecourt. Tomado del sitio web de la editorial Siglo XXI: https://www.sigloxxieditores.com/autor/francois-chatelet/

[10] Le Goff, 1977

[11] Pilar Gonzalbo Aizpuru. Introducción a la historia de la vida cotidiana. (México: Colegio de México, 2006), 31-37

[12] Marc Bloch. Apología para la historia o el oficio del historiador. (México: Fondo de Cultura Económica, 2018), 56

[13] Xavier Zubiri (1898-1983). Filósofo español cuya propuesta está situada en la senda abierta por Husserl y por Heidegger, la cual desemboca, más allá de la conciencia y de la existencia, en la aprehensión primordial de realidad.

[14] Héctor Samour (2008). La propuesta filosófica de Ignacio Ellacuría. Cuadernos de filosofía latinoamericana,  29 (99),  65-76

[15] Roberto Váldez V. (1996). Sobre la evolución del pensamiento filosófico de Ignacio Ellacuría. Revista ECA, noviembre-diciembre de 1996, 577-578

 

[16] Reinhart Koselleck. historia/Historia. (Barcelona: Trotta, 2010)

[17] José Ferrater Mora. Diccionario de filosofía. Tomo E-J. (Barcelona: Editorial Ariel, 1994), 1666

[18] Nicola Abbagnano. Diccionario de filosofía. (México: Fondo de Cultura Económica, 2010), 545

[19] Ibíd

[20] Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). https://dle.rae.es/historiograf%C3%ADa?m=form (Consultada el 5 de julio de 2020)

[21] Charles-Olivier Carbonell. La historiografía. (México: Fondo de Cultura Económica, 1981), 8

[22] Ibíd, 553


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