Lo más difícil a lo que se enfrenta un profesional de la investigación en ciencias sociales, en esa inabarcable, difusa y compleja realidad que le rodea, es establecer categorías de análisis crítico que le permitan describir con un mínimo nivel de precisión la naturaleza de aquello a lo que se enfrenta como “objeto de estudio”. Esto se potencia cuando en nuestro lugar de comprensión e interpretación (periferia-sur) sólo contamos con algunas precarias, limitadas y, en muchos casos, impuestas herramientas metodológicas.
Asomamos intencionalmente la partícula adjetiva de “impuesta” porque es obvio que el problema de nuestros procedimientos de investigación y análisis es que estos forman parte de una tradición de pensamiento que nos es ajena, es decir, provienen de un lugar de enunciación distinto y lejano al nuestro.
Se trata de un discurso, en la concepción de Michel Foucault, del cual no tenemos escapatoria y que, necesariamente, debemos darle continuidad sin posibilidad de una disrupción epistémica. Es la confrontación, que nos muestra el pensador francés, entre el deseo de romper con “lo tajante y decisivo” del discurso hegemónico, en este caso el modelo de las ciencias europeas y la Ilustración, y la imposición de su institucionalidad que te recuerda constantemente que eso es algo imposible y que esa pretensión es total y absolutamente improbable, pues “todos estamos aquí para mostrarte que el discurso está hecho en orden a las leyes, que desde hace mucho tiempo se vela por su aparición; que se le ha preparado un lugar que le honra pero que le desarma y que, si consigue algún poder, es de nosotros y únicamente de nosotros de quien lo obtiene” (Foucault, 2002: 13).