lunes, 22 de noviembre de 2010

Simón...


Como todas las noches de las últimas dos semanas, Simón dejó enfriar el té que él mismo se había preparado en la pequeña hornilla de la habitación. El hastío y la soledad no lo dejaban concentrarse ni distraerse. En ese estado, de ensueño y expectación, se la pasaba en vela mirando la foto de Helena que mantenía escondida durante el día bajo la almohada. A pesar de la oscuridad de la pieza y el intenso olor a humedad, “el viejito de la 22”, como le decían en la pensión, insistía en mantenerse despierto, no tomar su infusión para los nervios y rememorar los tiempos de juventud junto a su mujer. “No debimos venir nunca a esta maldita ciudad”, murmuraba. Mientras se decía esas palabras, con el puño cerrado, golpeaba la pared más cercana. Era un golpe suave, mudo, desganado, pero que en su humanidad anciana era toda una descarga de furia. Sentado al borde de la cama y con sus pies secos y cuarteados jugando alegremente con las desgastadas pantuflas de fieltro, Simón no dejaba de blasfemar contra la urbe que lo vio llegar con su amada hace 60 años. Ahora, solo y enfermo, se percataba de que había envejecido mal, de que no sabía cómo hacerlo bien, de que no encontraría un camino feliz para reencontrarse con Helena pues no soportaba tanto té frío, tanta lágrima seca, tanta oscuridad, en fin, tanta soledad...

(Inspirado en la frase de GGM: "El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad".)