domingo, 2 de marzo de 2008

¿Desde cuándo no nos tomamos un café?


¿Desde cuándo no nos tomamos un café? Esta pregunta se la hice a un colega profesor y mientras él buscaba en su interior la última vez que apresurados nos tomamos un "con leche" antes de entrar a clases o salir corriendo a otra cosa, le dije: "No, Carlos, nunca nos hemos tomado un café. Una que otra vez hemos tomado juntos ese líquido milenario, pero no nos hemos sentado nunca a hablar, a conversar, con la calma y el sosiego que requiere tomarse un café. Siempre estamos apurados, siempre nos están esperando en algún sitio, estamos llegando tarde, no conseguiremos puesto de estacionamiento o nos cerrarán no sé que sitio y no podremos hacer lo que íbamos a hacer. Mi pana, jamás me he tomado un café contigo".

Esto suena a esquizofrenia urbana pero es verdad. Y más que verdadero, cierto, es patético. Sobre todo porque conozco a Carlos desde hace casi diez años, es un tipo que admiro y con quien estoy seguro que tengo tantas cosas de qué hablar como angustias intelectuales cunden en mi vida.

Y como Carlos, pienso en tantas amistades que por mi mismísima culpa y por la vertiginosidad de la vida cotidiana de esta ciudad, no comparto con ellos un café.

A estas alturas debo confesar que no me gusta el café. Pero el avezado no racional debe haber captado desde la primera línea que no se trata del café. Se trata del ritual del diálogo. Me refiero al zambullirse sin reservas en una conversa sin la incertidumbre permamente que provoca el pensar que en otro sitio algo o alguien requiere de ti, de tus huesos, de tus palabras.

Tomar café con un pana, con una persona agradable, a quien le debes tanto verbo como amistad, me lleva a otras preguntas: ¿Desde cuando no caminas por la ciudad? ¿No te acercas a ver detenidamente el polvo entre las ranuras de la acera, los carteles de las paredes, los avisos inimaginables que cuelgan en los postes? ¿Desde cuando no redescubres una calle que cruzaste cuando niño?

El carro, el vehículo, el automóvil, las "cuatro ruedas", nos han alejado de la ciudad y, lo peor, tal vez la ciudad se ha olvidado de nosotros y ni siquiera nos hemos dado cuenta de tamaña desgracia.

Por esta razón, he tomado desde hace unas semanas una decisión trascendental: no manejo. He dejado el carro para diligencias inevitables y para los fines de semana. He redescubierto el Metro y el placer de esperar el Metrobús. Me percaté también de cuán cerca está la parada de transporte de mi casa y cuántos minutos tardo caminando de un punto a otro. Además de la ganancia evidente en el ejercicio físico, el rédito más celebrado es la lectura. He vuelto a experimentar la sensación de leer en el Metro; algo que había olvidado pero que de alguna forma aún vivía en mí y que esperaba una resurrección, una vuelta. He maldecido las horas que he pasado en colas infernales, las veces que me he amargado por no encontrar puesto de estacionamiento, sin contar los choques, los sustos y otros desesperos. Me ha dado muchísimo gusto sorprenderme dos paradas después de la mía gracias a un pasaje hipnótico de un cuento de Murakami que no podía suspenderse. Y he respirado satisfecho la culminación de una página en medio de una muchedumbre que, como yo, espera o se traslada.

En fin, he vuelto. He resuelto tomar café, caminar por Caracas, tomar el Metro y leer, leer mucho. Ojalá que esta resolución dure tanto como la felicidad que experimento cada día desde hace un par de semanas.

Eso espero.