lunes, 25 de junio de 2007

Matar a un fantasma (Cuento)


Nuevo ejercicio literario...

Matar a un fantasma

La figura al final del callejón hizo que una vez más su corazón comenzara a latir con fuerza. Una emoción incontrolable invadió todo su cuerpo y, como la última vez, se dio a la tarea de planificar meticulosamente cómo eliminar de una vez por todas ese fantasma que se le aparecía en todos lugares, a todas las horas. Antes, esa imagen espectral se presentaba esporádicamente. Sin embargo, desde hace no pocos días comenzó a exponerse más seguido. En la universidad, en el liceo, en el Metro y en los oscuros vericuetos de su barrio. En todas partes esa enigmática silueta irrumpía en el escenario haciendo cada vez más incómoda la existencia de Gustavo.

No habría problema si la figura fuese difusa, inhumana, etérea, indefinida. Si fuese así hubiese sido fácil atribuirla al agotamiento, al trajín, a lo vertiginoso de su vida. Policía, profesor de liceo nocturno y aspirante a abogado son demasiadas tareas al mismo tiempo. También habría podido atribuir esa extraña situación al alcohol y a las drogas, elementos que esporádicamente se aparecían para irrumpir su cotidianidad y aliviar sus cansancios.

Pero la figura era clara, incluso perfecta. Y lo peor, tenía forma de mujer. Incluso podía definir una sonrisa malévola en su rostro, unos ojos ligeramente achinados y un pelo negrísimo y sedoso. Su cuerpo era pequeño, pero su volumen y sus formas lo hacían atractivo. En definitiva, era hermosa.

Cuando tenía oportunidad, Gustavo se empeñaba en describirla, descifrarla, en tratar de llegar más allá de lo poco que le permitía ver su cansancio, su inquietud, su emoción. Esa mezcla de sentimientos que estallaban cada vez que la veía. Sin embargo, esa noche decidió eliminarla por completo, se convenció de que debía enfrentarla para que desapareciera para siempre de su vista. Algo así como aquella película de terror en la que los personajes de pesadilla desaparecen sólo si uno los encara y les demuestra no tener miedo.

Sintió el frío de su revólver entre la camisa y la chaqueta, pero entendió que era inútil eliminar un fantasma con un arma de fuego. “Qué estúpido”, se increpó a sí mismo, mientras pensaba atribulado, con la boca seca y las manos algo temblorosas. De repente, vio cómo la figura se movía rápidamente entre los muros que hacen aún más claustrofóbica la entrada del barrio.

En ese instante experimentó la sensación de no ser la presa acorralada sino el cazador furtivo. Sintió vértigo y náuseas al percatarse de que era él quien perseguía y no quien lamentaba algún tipo de acoso. Entonces decidió apurar el paso y enfrentar a aquel espíritu perturbador que no lo dejaba vivir.

Transcurridos unos pocos segundos se hallaba frente a frente con esa imagen, la cual ya no era espectral. Esta vez pudo detallar sus ojos, sus labios, incluso tocar su pelo, pues como una reacción incontrolable, como un acto reflejo, sin pensarlo mucho, Gustavo llevó sus manos al cuello de ella y comenzó a apretar con todas sus fuerzas, con todo su odio. Sintió como de manera asombrosa el fantasma asumía increíblemente un volumen y una densidad física similar a la de un cuerpo humano común y corriente. Se sorprendió al escuchar que gemía como una persona y que exhalaba aire dificultosamente, como una mujer que se le escapaba la vida a causa de algún tipo de asfixia mecánica. Se asombró aún más cuando sintió que la mujer ahora se desvanecía entre sus manos, pero no para desaparecer sino para deslizarse lentamente hasta caer inerte y pesada sobre el piso sucio y húmedo del callejón.

Gustavo emprendió una carrera azarosa hasta su casa y trató inútilmente de dormir. Mientras, en la calle, se escuchaban carros a alta velocidad y ruidosas sirenas de emergencia.

Dos semanas después en la prensa nacional podía leerse una extraña crónica de sucesos sobre el caso del asesinato por estrangulamiento que cometió un agente policial, de nombre Gustavo Vargas Alfonzo, en la persona de la ciudadana Collette González Rodríguez. Según conocidos de la víctima, el presunto asesino acosó por meses a la hoy occisa, quien coincidencialmente además de vivir en el mismo barrio que su victimario, cursaba con este último estudios de derecho en Universidad Santa Cecilia de Caracas y ambos colaboraban como docentes suplentes en el Liceo Hernando Carlos Amézquita de la parroquia Santa Fe. Contra toda lógica y a pesar de su larga experiencia policial, Vargas decidió quitarle la vida a González en las cercanías de su residencia y a pocos metros de la vivienda de la víctima, lo cual ha confundido aún más a los investigadores.