domingo, 29 de mayo de 2022

Hitos 55

Hoy es domingo 29 de mayo y cumplo 55 años.

A esta edad muchas personas comienzan a hacerse preguntas sobre lo que han hecho y dejado de hacer. Sobre cómo la vida los ha tratado y cómo han tratado cada quien la suya. Pero sobre todo a esta edad hay quienes se preguntan cuánto les queda de vida o si van a tener el tiempo suficiente para acometer aquellas cosas pendientes. La muerte, la innombrable, como dice el poeta, “ronda como un ángel asesino” y la única forma de espantarla es haciendo una revisión somera de lo hecho. No de “lo logrado”, eso es un engaño del ego, porque muchos eventos son sobrevenidos, muchas acciones son reacciones al contexto y las circunstancias, y muchos “logros” no son más que giros que, aunque previstos, se concretan por diversos factores, muchos de ellos incontrolables o azarosos.

Vistos desde el presente, aquellos sucesos del pasado, si los recordamos es por algo. Por eso, en este “textimonial” prefiero llamarlos hitos. Hitos que a los 55 años me ayudan a sobrellevar el peso angustioso de la existencia. Omito, por supuesto, algunos.

En 1967 nací en el Hospital Clínico Universitario, ubicado en el campus de nuestra Alma Mater, la Universidad Central de Venezuela (UCV).

A los siete años, más o menos, de vivir en un pequeño apartamento en Santa Mónica, al sur de Caracas, nos mudamos a unos superbloques, ya querían identificarlas como “residencias”, ubicadas en la “Avenida Libertador, cruce con Maripérez” (cuántas veces anoté esa dirección). Se trata de mi barrio vertical “Los Edificios Rojos”. Cinco torres de 80 apartamentos cada una. Es decir, 400 familias, 400 universos, 400 historias, las cuales aún me acompañan.

Entre los 11 y los 13 ó 14 años fui boyscout. Eso marcó mi vida para siempre, desde el punto de vista ético y de amor a la naturaleza. Conocí el sufrimiento pero también la satisfacción de conocerme a mí mismo a través del trabajo y el sacrificio. Caminar 50 kilómetros con un morral en la prueba de “barras blancas” o subir al Pico Naiguatá a los 12 años son pruebas de fuerza física y mental que no todos los jóvenes viven.

A los 16 años volví al Hospital Clínico Universitario y volví a nacer luego de dos operaciones ocasionadas por una grave peritonitis. Fue intenso.

Entre los 16 y los 19 años hice todo un esfuerzo por ser discjockey. Abandoné el bachillerato y me puse a “mezclar” o “pinchar” discos. Viaje por el país y conocí también mucho de la naturaleza humana. En esa época también fui medio punk y rebelde. De esa experiencia me dejó la melomanía, el amor y el conocimiento de la música popular.

A los 20 años decidí terminar el bachillerato para irme a vivir con mi viejo a EEUU. Quería estudiar televisión o cine.

A los 21 años, ya bachiller, me negaron la visa como migrante y me pidieron cumplir con el proceso de no-migrante por tener una relación de afinidad directa con un familiar en EEUU. Aplicamos mi hermano menor, Jesús Elías y yo.

A los 22 años me puse a trabajar en espera del viaje a EEUU y conocí a Rocío Magdalena, así que desistí de irme a EEUU y me puse a estudiar Relaciones Públicas en el histórico Iuderp de Venezuela. También entré al Banco de Venezuela donde laboré por nueve años. Entré como cajero de la agencia Altamira y salí como jefe de Comunicaciones Institucionales de la sede central. Un largo camino, el cual incluyó una hermosa etapa en Relaciones Públicas del Banco (salí a los 31).

Antes de dejar el Banco, a los 26 años estuve de oyente por un año en la Escuela de Letras de la UCV. Mi renovada pasión por la literatura me acercó a eso, lo cual fue hermoso. Conocí a gente maravillosa e inicié todos los trámites para convertirme oficialmente en estudiante de Letras.

Al año siguiente, a los 27 años, apliqué “por no dejar” y porque ya trabajaba en el área, a la prueba interna para ingresar a la Escuela de Comunicación Social de la UCV. Quedé y la directora de la Escuela de Letras se molestó conmigo.

A los 28 años me casé con Rocío Magdalena. Nos mudamos a Guarenas y comenzamos una etapa maravillosa de convivencia. Voy a acelerar que esto va lento. En esa etapa también comencé en el Diario El Globo como reportero. Estuve allí por cinco años, llenos de aprendizaje y vivencias marcadoras. Llegué a ser coordinador adjunto de redacción y solo en ese momento fue cuando conocí los entretelones textuales del periodismo.

A los 31 años nació mi primogénito, Julio David. Julio por Cortázar y David por mi jefe scout. Un regalo maravilloso que aún hoy celebro con la misma alegría e intensidad. Su capacidad crítica, su espíritu incansable y su inmensa bondad y pasión, me hacen admirarlo como el gran ser humano que es.

A los 32 años me gradué magna cum laude en la Escuela de Comunicación y quedé como profesor del Departamento de Lengua y Literatura. En otras palabras, entré a una tradición histórica que aún respeto y defiendo.

Entre los 35 años y los 40 (tremenda transición) trabajé como director de comunicaciones del Ministerio de Educación de Venezuela, junto al maestro Aristóbulo Istúriz Almeida. Otra experiencia intensa, fuerte y agotadora, pero rica en aprendizaje. Me acerqué a la tradición más hermosa del magisterio venezolano, conocí en primera fila el legado de Simón Rodríguez, Prieto Figueroa, Belén Sanjuán, Mercedes Fermín, el Maestro Bigott, los maestros normalistas, el sacrificio de los docentes del país y serví a la Patria en un momento histórico fundamental (2002-2007).

En esa etapa, a los 37 años, nació otro regalo que hoy me colma de alegrías y satisfacciones: Sofía Victoria. Hoy en día, comprobada artista plástica digital y excelsa estudiante de Artes en la Universidad Nacional Experimental de las Artes (Unearte).

A los 41 me gradué de Magister Scientarum en Estudios del Discurso.

A los 43 años partí a la República de El Salvador como diplomático, encargado de los asuntos de prensa, cultura y educación de la Embajada de Venezuela. Allí viví por 8 años, llenos también de una intensidad que aún retumba en mi pecho y que no me abandona. Allá cursé estudios de Filosofía en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), donde también soy docente internacional invitado desde 2015 en la Maestría de Gestión Estratégica de la Comunicación.

Regresé de El Salvador a los 51 años. Y volví a la Escuela de Comunicación Social de la UCV y me convertí también en docente en el área audiovisual (Cine) en la Empa-Ávila TV, la Fundación Cinemateca Nacional y la Unearte. Algo sencillamente enriquecedor. Intenso, pero enriquecedor.

Hoy cumplo 55 años y soy feliz. He dicho solo lo bueno y escamoteado lo malo. Pero quise hacer este recuento así. No como un acto de inmodestia o arrogancia, sino como un recordatorio de que el camino recorrido ha tenido cosas buenas. Eventos que nos anima a pensar que los hitos no han acabado y que esperamos del tiempo (como decía Bolívar, El Padre) muchas cosas, porque “su inmenso vientre contiene más esperanzas que sucesos pasados y los acontecimientos futuros han de ser superiores a los pretéritos”. Tal como Bolívar tenía esa convicción, yo la tengo. Que así sea...

lunes, 21 de marzo de 2022

Me declaro escriptofóbico

Ok, voy a comenzar esta entrada en el blog (estrenando hacerlo desde mi perfil de Gmail) con una confesión: me declaro escriptofóbico. En otras palabras, me da miedo escribir. Es una condición antiquísima. Todos los inmensos y oceánicos esfuerzos que he acometido (académicos, literarios, epistolarios, institucionales, técnicos, etcétera) han sido agotadores, escalofriantes, eternos, paralizantes, asfixiantes y aterradores. He estado por horas, tal vez días, procrastinándome hasta la angustia, hasta un estado absoluto de ansiedad. No hay nada que me deprima más que el texto pendiente, que la escritura pospuesta, que la redacción postergada. Me he visto inexorablemente sumido en un mundo oscuro, frío y solitario (aunque esté rodeado de personas) a causa de la no-textualización, la falta de sustantivación, es decir, que un verbo (pensar un texto) se convierta en sustantivo (materialización textual).

Es una absoluta contradicción al ser profesor de redacción. He estado más de dos décadas recomendándole a cientos de jóvenes a vencer sus miedos a escribir. Enseño tercamente estructuras, elementos, técnicas, procesos, pero a veces (la mayoría) soy incapaz de recordar nada de eso. El miedo me paraliza. Soy ese religioso que convence a los demás de tener fe pero que en la noche grita de terror al no encontrar la suya. Por eso me persigue como una amenaza o una condena cualquier decálogo o frase rimbombante que algún escritor o escritora haya difundido sobre el arte de escribir. Poseo manuales, diarios, antologías, tratados, que profesionales de la redacción han producido sobre los misterios de su arte. De hecho, los uso para enseñar, pero, aunque muchos hablan del terror de expresarse por medio de la palabra escrita, me refugio en la técnica, en la instrumentación, en la tecnología. Y rehuyo al misterio insolasyable de iniciar la redacción, con un nudo en la garganta, la boca seca, las manos temblorosas y una sensación de desmayo, de desvanecimiento, de vahído.

Odio hasta el extremo a quienes me recuerdan frases como las del querido Kotepa (“escribe que algo queda”) o aquel eterno epígrafe sobre la escritura automática (“escribe, algo tendrá de valor cuando lo revises”) como si escribir fuera tan fácil. Y no me refiero a la formalidad ortográfica, la exactitud gramatical o el consagrado estilo. Hablo del pensar, del capturar la realidad en su esencia y ser capaz de plasmarlo textualmente. En esta época de autoengaño, fantasía, virtualidad y desinformación (doxa pura, pues), escribir es un acto de valentía, dado el altísimo riesgo que ello implica. Hay ignorantes felices que escriben sin saber cuánto están poniendo en juego; hay tantos docto de papel que ni siquiera se percatan tangencialmente de cuánta estupidez están destilando ¡públicamente! Porque además escribir es desnudarse, mostrarse sin artilugios. Está bien, la retórica es el ropaje, pero ni siquiera eso salva un mal planteamiento, el pensamiento erróneo, la miserabilidad del sujeto escribiente que no sabe qué está haciendo.

Cuando escribimos estamos haciendo algo más que escribir. Pregúntenle a Austin o a Searle. Estamos pensando en voz alta, pero ¿cuántos saben pensar? Estamos expresándonos y ¿cuántos están preparados para exponerse? Estamos comunicándonos y ¿cuántos tienen claro su contexto? Académicos, literatos, periodistas, publicistas, guionistas, epistolarios, en su gran mayoría, esa que no se ve, que no se difunde y, por tanto, que no se lee ni se conoce, está hundida en ese mismo mundo oscuro, frío y solitario en el cual los temerosos a la escritura estamos soterrados. Autoengañados, ingorantes y miedosos convivimos juntos entre el fango y el estiércol de la angustia desoladora del mundo textual no expresado.

No quiero concluir con un llamamiento, un exhorto o algo por el estilo. No cabe, no es el lugar, no es la ocasión. Pero creo que con los años viene el desenfado y la distorsión de las reales dimensiones del ridículo o la impostura. Por eso escribo estas líneas. Reitero mi decisión de declararme escriptofóbico, porque dicen que con el reconocimiento de una patología viene la aceptación y luego la bifurcación entre la resignación o la cura. Yo opto por intentar curarme y, por ello, escribo. Con un miedo aterrador, con resignación, pero escribo.

jueves, 10 de marzo de 2022

La polémica Althusser-Thompson: Una confrontación discursiva (Ensayo)

 


(Ensayo escrito para la asignatura Saber histórico, dictada por el profesor venezolano Leonardo Bracamonte en el Doctorado de Historia del CNEH)

Para alcanzar el anhelado estatus de ciencia, la historiografía ha tenido que enfrentar no pocos avatares. Uno de los primeros retos de la Historia (con H mayúscula), para ser reconocida como ciencia, fue determinar claramente su objeto de estudio. Como hemos referido en otros ensayos, al reflexionar sobre cuál debería considerarse tal objeto, una de las más citadas definiciones es la de Bloch (1949), quien definió como objeto de la historia al ser humano en el tiempo[1]. Similar referencia hace Collingwood (1946) al señalar, como la “clase de cosa que averigua la historia”, los actos humanos que han sido realizados en el pasado[2]. En ambas definiciones observamos como el propósito de los estudios históricos, y por tanto su objeto, es el ser humano y su devenir (su temporalidad) en el plano material.

 

Otro de los grandes retos de la Historia, en la búsqueda de su estatus científico, fue determinar la naturaleza o diferenciación de ese objeto en el contexto de la conformación de otras ciencias o disciplinas científicas, específicamente, en el marco de una de las empresas más importante de la modernidad, según Wallerstein (1996): la construcción del conocimiento secular. 

 

Definido que el objeto de la Historia es el ser humano y su temporalidad o devenir en el plano material nos encontramos con un primer problema: históricamente la realidad externa al humano ha sido y aún es considerada objeto exclusivo de las ciencias físicas, mientras que la denominada realidad humana se ubica en el espacio de las ciencias del espíritu o humanas. Aquí ya observamos un ejemplo de lo que denominamos en este trabajo confrontación discursiva, esta vez entre las ciencias naturales o físicas y las ciencias humanas. 

 

Hablamos de confrontación discursiva, pues las polémicas, en el área científica, no se limitan a un debate argumentativo entre dos posturas teóricas o paradigmáticas. Cuando hablamos de confrontación discursiva, nos referimos a que dichas posturas son ideológicas pues en su materialización (libros, artículos, debates, conferencias, conformación de departamentos o centros académicos y de estudio, entrevistas e intervenciones mediáticas) no sólo se enfrentan posturas exclusivamente teóricas, sino también discursos, es decir, expresiones y prácticas sociales de individuos, grupos humanos y sus instituciones, en fin, de entes sociales que actúan en contextos determinados y, en consecuencia, en la mayoría de los casos, con intencionalidades estrictamente extra-textuales. 

 

En este brevísimo ensayo, nos concentraremos en cómo la Historia ha sido uno de los centros de esos debates discursivos, tal vez el más visible. Se trata de la ubicación de la Historia como eje central en la permanente confrontación discursiva entre los dos principales paradigmas teóricos, ideológicos y, por tanto, políticos: el idealismo y el materialismo. Y cerraremos con uno de los casos más emblemáticos de esa diatriba: la polémica entre el filósofo francés Louis Althusser y el historiador británico Edward Thompson. En otras palabras, entre una teoría acusada de excesivamente teórica (valga la redundancia) y ahistórica (sin sujeto) y la historiografía inglesa marcadamente defensora del materialismo histórico de Marx.