jueves, 27 de noviembre de 2008

Fantasma al estilo Kafka


Estoy vestido como Kafka. Parado frente al Hotel Lecourbe, veo mi imagen fugazmente reflejada en los cristales de un autobús. Cada vez que pasa un colectivo miro por unos segundos a un hombre que sé que soy yo pero que cada vez se parece menos a mí. Ese señor espera a Adriana, una amiga que vive aquí en París. Ese caballero lleva un sobretodo que le prestó su amigo Igor porque cinco grados de temperatura no es algo muy cómodo para un salvaje del trópico. En su cabeza porta una gorra de invierno de fieltro o gamuza, no sé, que le trajo su hermana Liliam de Rusia y viste un traje de burócrata, muy Unesco, muy Kafka, muy triste. Siguen las coincidencias y, al sentirme quien no soy y a sabiendas que a Adriana le faltan muchas estaciones del Metro para llegar, decido caminar por la Rue Lecourbe. Vestido así, es imposible no sentirse como un fantasma, vagando sin rumbo a la espera de alguien. ¿O de algo? Ese sentimiento me empujó a subir a la habitación, buscar mi cuaderno y escribir estas líneas. Tal vez así, escribiéndolo, entienda lo que está pasando.

Escrito en París el 26 de marzo de 2008.-

domingo, 2 de noviembre de 2008

Los textos son como fotos...


Para Julio y Sofía...

Hijos,

Los textos son como fotos. Incluso, creo que son mejores. Por ejemplo, si nos tomáramos una foto todas las mañanas cuando los llevo al colegio, ésta no recogería nuestras conversaciones locas y la música que siempre elegimos. Una foto no nos diría, pasados diez, quince o veinte años, el juego "loco" e íntimo que teníamos con la música en el carro.

Todas las mañanas jugamos a "quién pone la música" y cada uno tiene que sorprender a los otros dos. Sin embargo, nos perdemos en nuestros propios gustos y siempre gana Linkin´Park, (con su "In the end"), Luis Aguilé con su celebérrima versión de "Pinocho" y, por último, alguna canción de los años 80. La primera, por supuesto, de Julio, y la segunda de Sofía. No hace falta decir a quién le toca la última.

Tal vez escribo esto para que dentro de diez, quince o veinte años ustedes dos se acuerden del juego de la música que teníamos todas las mañanas camino al colegio y que nos hacía menos amarga la despedida, la fractura fraternal, la separación rutinaria de padres e hijos. Un juego que tal vez se perderá cuando ustedes estén más grandes y yo quizá lo juegue solo en mi mente para recordarlos. Un juego que tal vez cuando se asome la adolescencia, a ustedes dos les parezca estúpido. Un juego que tal vez era un anuncio de lo que es la inevitable separación de padres e hijos. La música, como en la antigüedad, era el catalizador.

Pero para eso son las fotos. Para que cuando estén grandes lean esto y se percaten la maravillosa aventura que era llevarlos todas las mañanas a la escuela y escuchar música juntos; prolongando el cariño, alargando el amor de papá y sus pequeños hijos.

Las fotos no recogen esos detalles. Por eso debemos escribir nuestros sentimientos, nuestras breves historias cotidianas, nuestras pequeñísimas experiencias que, al fin y al cabo, nos hacen lo que somos.

El lunes próximo veremos qué ponemos en el carro y les pido que dentro de diez, quince o veinte años, alguno de ustedes dos lea esta "foto-texto" y cuando nos reúnamos para alguna rutina de "papá-viejo" e "hijos-grandes", con todos los formalismos que impone el tiempo, la distancia y la historia, nos preguntemos quién de nosotros tres va a ser el primero escoger la música en el carro; y con alegría, nostalgia y tal vez miedo (de no errar en la memoria), cada quien escoja la "propia" como diez, quince o veinte años atrás. Y nos queramos igual que ahora que somos tres mocosos que se niegan a crecer...