En lo que se llamó el primer ciclo progresista de América Latina (2000-2012), período en el que gobiernos de izquierda y centro-izquierda detentaron el poder en países como Venezuela, Bolivia, Brasil, Nicaragua, Argentina, Paraguay, Uruguay, El Salvador, Honduras, entre otros, se retomó con fuerza el concepto de “independencia”. Este término fue insistentemente utilizado, desde hace exactamente 200 años y luego de los procesos de emancipación hispanoamericana de principios del siglo XIX, para describir el producto o estadio final de aquellos acontecimientos sociales, políticos y militares que llevaron, precisamente, a muchas de esas mismas naciones a declarar su libertad ante el imperio español.
Para nadie es un secreto que Venezuela fue un pilar fundamental para retomar en los albores e inicios del siglo XXI el concepto de independencia y posicionarlo no solo en el ámbito regional sino también hemisférico y global. Que países históricamente dependientes de potencias imperiales enarbolaran por sus nuevas condiciones una renovada bandera de lucha por su emancipación definitiva, anunciaba además la reactivación de un proceso inconcluso, lo cual puso en alerta a todas aquellas potencias (específicamente, Estados Unidos y la Unión Europea) que vieron amenazadas su hegemonía.
Precisamente, eso planteó una nueva guerra de independencia, la cual estuvo y está actualmente dirigida a romper de una vez por todas con esa dependencia estructural a la cual Venezuela ha estado históricamente sometida desde la colonia, pero fundamentalmente en su etapa republicana, como país de la periferia, es decir, explotado y sometido para cumplir el exclusiva papel de proveedor de materias primas, específicamente en asuntos energéticos, dado su característica por todos conocida de ser la mayor reserva petrolera del planeta.