(Ensayo escrito para la asignatura Saber histórico, dictada por el profesor venezolano Leonardo Bracamonte en el Doctorado de Historia del CNEH)
Para alcanzar el anhelado estatus de ciencia, la historiografía ha tenido que enfrentar no pocos avatares. Uno de los primeros retos de la Historia (con H mayúscula), para ser reconocida como ciencia, fue determinar claramente su objeto de estudio. Como hemos referido en otros ensayos, al reflexionar sobre cuál debería considerarse tal objeto, una de las más citadas definiciones es la de Bloch (1949), quien definió como objeto de la historia al ser humano en el tiempo[1]. Similar referencia hace Collingwood (1946) al señalar, como la “clase de cosa que averigua la historia”, los actos humanos que han sido realizados en el pasado[2]. En ambas definiciones observamos como el propósito de los estudios históricos, y por tanto su objeto, es el ser humano y su devenir (su temporalidad) en el plano material.
Otro de los grandes retos de la Historia, en la búsqueda de su estatus científico, fue determinar la naturaleza o diferenciación de ese objeto en el contexto de la conformación de otras ciencias o disciplinas científicas, específicamente, en el marco de una de las empresas más importante de la modernidad, según Wallerstein (1996): la construcción del conocimiento secular.
Definido que el objeto de la Historia es el ser humano y su temporalidad o devenir en el plano material nos encontramos con un primer problema: históricamente la realidad externa al humano ha sido y aún es considerada objeto exclusivo de las ciencias físicas, mientras que la denominada realidad humana se ubica en el espacio de las ciencias del espíritu o humanas. Aquí ya observamos un ejemplo de lo que denominamos en este trabajo confrontación discursiva, esta vez entre las ciencias naturales o físicas y las ciencias humanas.
Hablamos de confrontación discursiva, pues las polémicas, en el área científica, no se limitan a un debate argumentativo entre dos posturas teóricas o paradigmáticas. Cuando hablamos de confrontación discursiva, nos referimos a que dichas posturas son ideológicas pues en su materialización (libros, artículos, debates, conferencias, conformación de departamentos o centros académicos y de estudio, entrevistas e intervenciones mediáticas) no sólo se enfrentan posturas exclusivamente teóricas, sino también discursos, es decir, expresiones y prácticas sociales de individuos, grupos humanos y sus instituciones, en fin, de entes sociales que actúan en contextos determinados y, en consecuencia, en la mayoría de los casos, con intencionalidades estrictamente extra-textuales.
En este brevísimo ensayo, nos concentraremos en cómo la Historia ha sido uno de los centros de esos debates discursivos, tal vez el más visible. Se trata de la ubicación de la Historia como eje central en la permanente confrontación discursiva entre los dos principales paradigmas teóricos, ideológicos y, por tanto, políticos: el idealismo y el materialismo. Y cerraremos con uno de los casos más emblemáticos de esa diatriba: la polémica entre el filósofo francés Louis Althusser y el historiador británico Edward Thompson. En otras palabras, entre una teoría acusada de excesivamente teórica (valga la redundancia) y ahistórica (sin sujeto) y la historiografía inglesa marcadamente defensora del materialismo histórico de Marx.
Primer estadio de confrontación: Dilthey y las ciencias del espíritu
Exponemos como primer estadio del enfrentamiento discursivo en torno a la Historia las reflexiones de Wilhelm Dilthey (1833-1911). Este pensador alemán dio un paso importante en el intento de darle el estatuto definitivo de ciencia a los estudios humanísticos y, por ende, a la Historia. La vía fue poner a dialogar, precisamente, los dos paradigmas científicos dominantes y enfrentados (las ciencias naturales y las incipientes ciencias humanas) no por la determinación de su objeto de estudio sino por la legitimidad o no de sus métodos.
La idea de Dilthey era edificar una sólida base filosófica a las ciencias humanas que, en consecuencia, fundamentara su método científico. Ya con una fundamentación metodológica establecida, al igual que las ciencias naturales, ello permitiría el tan anhelado reconocimiento de las humanidades como ciencia. Su idea era conciliar el empirismo de las ciencias naturales con el idealismo de las nacientes ciencias humanas.
A finales del siglo XIX[3], Dilthey partió su reflexión desde la noción hegeliana de espíritu, es decir, del autoconocimiento o la búsqueda constante de conocimiento que mantiene el ser humano, no sólo de su realidad material (empírica), sino fundamentalmente de su esencia universal. Entonces, en este punto, se diferencia la realidad empírica como objeto de las ciencias naturales y la realidad histórica-social, por excelencia, como objeto de las ciencias del espíritu.
Esta situación debía plantearse, pues desde bien entrado el siglo XIX las ciencias naturales ya habían alcanzado cierto reconocimiento, mientras que disciplinas como la filología y la historia, entre otras, aún no era reconocidas como ciencias por lo que se empeñaron en lograr un estatus equivalente.
Hottois (1997) explica que ante esta situación se abrieron dos caminos posibles. Por una parte, las nuevas ciencias debían asumir el estudio del ser humano y sus producciones (sus textos, su cultura, instituciones, etcétera) desde el ideal metodológico de las ciencias naturales. Es decir, como causales, cuantificables y desde una absoluta objetividad. O, por otro lado, era necesario asumir que dado que su campo específico e irreductible de investigación son las expresiones de la subjetividad individual y colectiva, ello requiere un enfoque propio y diferenciado de las ciencias naturales[4].
Ese enfoque propio y diferenciado, en la propuesta de Dilthey, tiene como eje fundamental la hermenéutica por su carácter epistemológico del comprender-interpretar, en contraposición a la explicación, propia de las ciencias naturales.
El debate, el cual para Hottois se extiende hasta casi el siglo XXI, es fundamentalmente epistemológico, pues intenta determinar las formas de saber-conocer en relación con el objeto de estudio, y además metodológico, ya que trata de definir los métodos apropiados para la obtención de esos saberes[5].
El texto fundamental para entender el enorme esfuerzo de Dilthey para alcanzar el reconocimiento de las ciencias humanas (Geiseswissenschaften) como una forma de saber tan legítima como las ciencias naturales (Naturwissenschaften) es su Introducción a las ciencias del espíritu, cuyo primer tomo fue publicado en 1883. En el prólogo de la obra, Dilthey comienza explicando su propuesta: trabar (vincular) un método histórico con otro sistemático, para tratar de darle una fundamentación filosófica a las ciencias del espíritu “con el mayor grado de certeza”[6]. Aquí nos encontramos con elementos claves para entender el planteamiento preliminar del pensador alemán. En primer lugar, el método histórico. Dilthey intenta establecer los fundamentos filosóficos de las ciencias humanas a partir de una historización del pensamiento precedente de cara a hallar una evolución teórica similar a la que favoreció a los estudios de la naturaleza para lograr su estatus como ciencia.
“El método histórico sigue la marcha del desarrollo en el cual la filosofía ha pugnado hasta ahora por lograr semejantes fundamentos; busca el lugar histórico de cada una de las teorías dentro de este desarrollo y trata de orientar acerca del valor, condicionado por la trama histórica, de esas teorías; adentrándose en esta conexión del desarrollo quiere lograr también un juicio sobre el impulso más íntimo del actual movimiento científico”[7].
Lo que asoma Dilthey es que con dicha historización del pensamiento filosófico podrá homologar los fundamentos de las ciencias naturales, por un principio de semejanza, con las bases que busca asentar para las ciencias humanas. Aquí encontramos también el primer blanco de las críticas a la propuesta de Dilthey, su excesivo historicismo, es decir, el determinismo impuesto al saber histórico. Sin embargo, también vemos el papel preponderante de la Historia para otorgar el estatuto científico, no solo a sí misma sino también a todas las ciencias humanas.
Una vez el método histórico justifique la naturaleza y la validez del carácter científico de las humanidades (hasta entonces ciencias del espíritu), con una epistemología producto de su propia historia, esto enlazará con un método sistemático que producirá una metodología que, en concreto, será el último paso para alcanzar ese carácter científico al estudio del ser humano como esencia. Para Dilthey, repito, la hermenéutica.
Para el objetivo de este breve ensayo, podemos observar que ya desde las tempranas reflexiones de Dilthey sigue siendo evidente la tensión existente entre lo intangible de las ciencias humanas y lo materialmente observable de las ciencias naturales, y cómo algunas de las primeras, específicamente las que identifica como las ciencias de la sociedad y la historia seguían “hasta muy entrado el siglo en la vieja servidumbre con respecto a la metafísica”[8].
La referencia a la metafísica es reveladora, pues será la perspectiva de la filosofía primera (como la llamó Aristóteles) o metafísica la que dará cuenta de cuál es la esencia del objeto de las ciencias del espíritu.
Tanto las humanidades como las ciencias naturales tendrán por objeto la realidad, la cual es también el objeto de la metafísica. Por tal motivo, será clave la definición sustancial de cada objeto, en el primer caso inmaterial, y por tanto histórica y social; y, en el caso de las ciencias naturales, la realidad física o material.
A pesar de ello, Dilthey no descarta la incidencia determinante del pensamiento del ser humano en la realidad material, al referirse a cómo las ideas se concretan o materializan, por ejemplo, en Francia con la Revolución de 1789.
Se hace evidente, entonces, en este primer estadio, la tensión realidad material-realidad humana que ha signado y signará hasta la actualidad la confrontación entre paradigmas científicos, en el que la Historia es uno de los puntos centrales de dicha discusión.
Segundo estadio: Wallerstein y la conformación de las ciencias sociales
Lo que hemos referido hasta ahora no descarta que la confrontación discursiva entre idealismo y materialismo no existiera en estadios históricos anteriores a Dilthey y su propuesta hermenéutica del siglo XIX. Ya se conoce que desde los presocráticos y, fundamentalmente, entre el idealismo platónico y la física aristotélica, así como en sus traducciones e interpretaciones (en su mayoría del mundo árabe), tanto en la filosofía cristiana como en la medieval, ya se daba con fuerza ese enfrentamiento. Sin embargo, es con la modernidad y sus proyectos institucionales que los debates intelectuales, teóricos y filosóficos, es decir, científicos, tomaron un nuevo matiz.
Para Wallerstein (1996) estos debates, en el que ya se confrontaban disciplinariamente el idealismo y el materialismo, en el marco de la creación de las universidades (siglos XVIII y XIX) como principales proyectos de la modernidad, generaron un nuevo escenario de disputa epistemológica en la que se enfrentaban dos discursos antagónicos. La creación de las disciplinas se erigieron como muros protectores de espacios de poder en la naciente academia secular, en la que dichos discursos se evidenciaban en materializaciones o concreciones de cada bando. Ello tenía que ver con decisiones a nivel organizacional, la creación institucional de dichos espacios, la batalla de recursos financieros aportados por los Estados y la consecuente reactivación de las universidades.
Esa situación discursiva, es decir, no meramente teórica, para el autor se tradujo en en surgimiento de las ciencias sociales en el siglo XVIII, cuyas características de tensión entre el carácter empírico y el carácter inmaterial o humano permanente se mantuvieron casi iguales hasta mediados del siglo XX (1945).
Originalmente, surgidas para el estudio y reflexión acerca de la naturaleza humana, las ciencias sociales, como una continuación de lo que describimos antes como ciencias del espíritu (Dilthey) o ciencias humanas, se erigieron como herederas de la sabiduría filosófica en el mundo moderno para la construcción del conocimiento secular, pero en una permanente búsqueda de su validación empírica. Es decir, como un nuevo intento de conciliación del mundo social (espíritu/intangible) con el mundo material (extensión/experiencia) para darle validez científica a las nuevas disciplinas que se avocarían a estudiar al ser humano y su entorno.
Ello provocó no pocos problemas. En primer lugar, la invasión de dos premisas de las ciencias exactas en las ciencias humanas o sociales: la simetría pasado-futuro de Isaac Newton y la persistencia del dualismo cartesiano. La primera influyó negativamente en lo que denominó después como determinismo histórico o historicismo, es decir, la proyección ineludible de que eventos del pasado se reprodujeran con exactitud en el futuro. Es decir, una visión teleológica irreversible, única y determinista de la humanidad y de su historia. La segunda, remarcó el viejo problema científico de separar sujeto y objeto de investigación para lograr la validez de lo estudiado y sus productos. Ambas tuvieron un alto impacto en el rol asignado a estas disciplinas en cuanto a su relación con el progreso, pues éste podía preverse (incluso promoverse y dirigirse), lo cual es aún muy discutible, y la renombrada objetividad científica, como condición obligada de toda disciplina para ser considerada ciencia.
Wallerstein explica cómo afectó este exceso de objetividad. En aras de lograr una visión objetiva de la realidad humana y darle estatus de ciencia a los estudios humanísticos, cuenta cómo “nuestra vivienda pasada y presente empezó a parecerse cada vez menos al hogar y cada vez más a una plataforma de lanzamiento”[9] desde donde los científicos podían emprender sus investigaciones a un cosmos cada vez más complejo e inaprensible. Por tal razón, expone, la filosofía se constituyó para los científicos como “un mero sustituto de la teología”, culpable de todas las afirmaciones a priori y de verdades imposibles a poner a prueba. Cuestiones imposibles de explicar por su naturaleza compleja, diría Dilthey, sino susceptibles solo a la interpretación.
Esto que parecía ser una conciliación definitiva entre ciencias naturales y ciencias humanas, la objetividad científica, al contrario, se convirtió en un nuevo motivo de separación entre ambos paradigmas. Sin embargo, la necesidad del naciente Estado moderno obligó a fundamentar de alguna forma (formalidad) sus decisiones políticas y de gestión pública, reactivando así las universidades y promoviendo en consecuencia la disciplinarización y profesionalización del conocimiento. También influyó, por supuesto, la ola de cambios sociales y de orden político, contexto que hizo que historiadores, entre otros profesionales de las ciencias humanas, resucitaran las universidades ya entrado el siglo XIX. Esto se debe a que había una necesidad de reconstituir el tejido social de los nuevos Estados y, ante esta tarea, las universidades se volcaron a la comprensión de la realidad humana y a la construcción de relatos históricos que unificarán las instituciones modernas.
No obstante, ello no desdibujó el divorcio entre ambos paradigmas y la Historia, ahora como ciencia social, quedó atrapada en el medio, siendo la primera en ser reconocida como tal. Para ello contribuyó que la historiografía no se limitó más al relato de hechos pasados sino a la comprensión del pasado a partir de un estudio objetivo de “lo que realmente pasó”, con base en evidencias empíricas, analizadas desde una perspectiva de objetividad y rigurosidad científicas.
A pesar de todo lo descrito, la tensión entre el paradigma de las ciencias naturales (materia/física) y las ciencias humanas (extensión/metafísica) no cesó y ha ello ha quedado evidenciado en nuevos capítulos del desarrollo histórico de las ciencias sociales, como señala Wallerstein, en cuanto a la confrontación de la filosofía de Augusto Comte, la impronta de John Stuart Mill o, más recientemente, luego de la finalización de la II Guerra Mundial (1945), la expansión global de las universidades, la internacionalización de los programas de investigación, el dominio hegemónico de los centros de poder científico y los cambios geopolíticos mundiales.
En este segundo estadio se puede concluir que la Historia, como ciencia social reconocida, sigue estando en el medio de la polémica por servir de visagra entre el desarrollo histórico de aspectos materiales (devenir de la realidad) y el desarrollo histórico del ser humano (devenir humano en la realidad).
Tercer estadio: Althusser vs. Thompson
Llegamos aquí a los que nos compete sustancialmente en este breve ensayo: la polémica entre el filósofo francés Louis Althusser y el historiador británico Edward Thompson, uno de los capítulos más significativos de la tensión entre dos discursos científicos antagonistas por excelencia: el idealismo y el materialismo. El primero, como ya hemos advertido, excesivamente filosófico, teórico y, por tanto, ahistórico (historia sin sujeto); y el segundo empírico, realista y, por tanto, materialista, específicamente, desde el materialismo histórico original de Karl Marx.
A mediados de los años 60, época de una gran convulsión política, social y, como consecuencia de ello, académica, el filósofo francés Louis Althusser (1918-1990) propuso una serie de planteamientos que se concretaron en dos obras muy importantes: La revolución teórica de Marx (1965) y Para leer El capital (1967).
Para Alvira (2010), La revolución teórica de Marx tuvo como propósito fundamental, como su nombre lo indica, evidenciar y justificar el alcance y la naturaleza revolucionaria, desde una perspectiva netamente teórica, en los aportes de la obra de Karl Marx.
“Pensar la «novedad radical» de la aportación teórica de Marx en conceptos «adecuados» a su objeto”[10].
Por su parte, los dos textos de Althusser, recogidos en el proyecto colectivo Para leer El capital, se centran en diferenciar El capital de la economía política, el cual identifica como un discurso ideológico, de El capital de Marx, el cual describe (o intenta describir) como un discurso exclusivamente científico.
Según Alvira (2010), a pesar de las aclaraciones que desembocarán en su “autocrítica” de 1974, estos textos de Althusser “son el núcleo de su lectura estructuralista del marxismo, además de ser las más influyentes y extendidas”[11].
Hablando desde el discurso, es decir, no desde una perspectiva meramente textual, los trabajos de Althusser respondieron a un propósito extra-textual, el cual el mismo autor, en el caso de La revolución teórica de Marx, los expresó claramente en el prólogo de la segunda edición, al identificar sus textos como “intervenciones de carácter político en una coyuntura definida”[12]. Dicha coyuntura era la crisis teórica, ideológica y política de Francia de mediados de los 60, particularmente del partido comunista francés, ante lo que se denominó el Diamat soviético o vulgarización estalinista del materialismo histórico de Marx, expresado en el uso desmedido de manuales, interpretaciones erróneas, textos aislados y panfletos que desdibujaron, a juicio de Althusser, el carácter científico de la propuesta original de Marx.
Para Althusser era preciso diferenciar lo “material” de lo “ideal”, núcleo de las polémicas discursivas que hemos señalado en torno a la Historia, y fundamentar desde allí el aporte de Marx en lo teórico-científico. Si Marx planteaba una revolución teórica y científica, había que definir la distinción entre el objeto real del objeto del conocimiento y concentrar los esfuerzos en y para ello. Según Rodríguez (2013) este planteamiento, como línea maestra, sostiene y al mismo tiempo destruye el pensamiento de Althusser por su excesivo filosofismo. ¿Es posible que la filosofía sea fundamento y centro de toda estrategia política e ideológica?, se pregunta[13].
Según el pensador francés la filosofía siempre fue sustantiva, es decir, aunque ideal o inmaterial pero siempre guarda una relación o anclaje con la realidad material. Sin embargo, a juicio de Rodríguez, lo que desmonta del propio planteamiento althusseriano es que en ambas obras comentadas la filosofía se erige como una “teoría de las teorías”, incluso científica, lo cual deja por fuera gran parte de lo que en lo sustantivo las fundamenta.
No obstante, Althusser fue terco en lograr su objetivo de conciliar la filosofía con el marxismo, viendo su punto de encuentro, precisamente, en la política o, mejor dicho, en la coyuntura política que estaba viviendo no sólo el partido comunista francés, sino también, como advierte en el ya citado prólogo, en “todo el movimiento comunista internacional”. Pero su empresa la inició en un momento difícil tanto para la filosofía como para la política, el cual Rodríguez (2013) identifica también como una crisis, pero precisamente de sustantivización. En otras palabras, el eterno conflicto entre lo ideal-filosófico y la materialización de sus planteamientos. Por tal motivo, por ejemplo, La revolución teórica de Marx produjo sarcasmos entre la intelectualidad de izquierdas: ¿Una revolución solo en la teoría? Y fue eso lo que se constituyó como el motor de Althusser: demostrar tal revolución marxista en el campo teórico y científico.
El logro de Althusser, a juicio de Rodríguez (2013), fue determinar un tipo de pensamiento cuyo fundamento u horizonte es la explotación humana, un pensamiento desde la explotación, no solo desde una perspectiva economicista (base de su crítica radical a las lecturas precedentes de El capital) sino desde toda la producción social.
A pesar de estos alcances “positivos”, la reacción más virulenta o frontal contra el Althusser de mediados de los 60, provino de Reino Unido, específicamente del historiador británico Edward Thompson, para quien los planteamientos del filósofo francés se constituyeron como un ataque, precisamente, contra lo que a su juicio es el mayor aporte de Marx: la visión materialista de la historia.
La polémica más virulenta, en el seno de las ciencias sociales, se inició en 1978 con la publicación del libro Miseria de la teoría, escrito por Thompson, una respuesta contundente y frontal de lo que acusó como un tipo de “intelectualismo” en los planteamientos y obras de Althusser y sus acólitos, agrupados en lo que se comenzó a denominar entonces como marxismo estructural o estructuralismo marxista. Para Thompson, esa postura “intelectualista” (excesivamente “filosofista” según ya comentamos de Rodríguez, 2013) constituyó un ataque de la retaguardia “más marxista que Marx” contra el materialismo histórico, del cual Thompson se plantó como su más firme defensor.
Dos son las acusaciones injustas que señala Thompson en las propuestas teóricas de Althusser y su lectura, a todas luces errónea, de la obra de Marx. En primer lugar, el historiador inglés critica que Althusser denuncie como excesivamente historicista al materialismo histórico. Y, en segundo lugar, Thompson busca desmontar la presunta trampa empirista en la que, según el pensador francés, ha caído el materialismo histórico.
En primer lugar, Thompson acusa a Althusser de hacer una lectura parcial o superficial de las propuestas esenciales de Karl Marx. Estas “extravagancias”, según Thompson, son las que constituyen la mayoría de la llamada historia de las ideas, la cual califica como “historia de las extravagancias”.
De hecho, Thompson acusa también un uso estratégico de postulados de Marx para unos temas, pero su evidente escamoteo para otros asuntos tratados por Althusser.
A partir de eso, E.P. Thompson describe el marxismo althusseriano no solo como un idealismo sino también como una teología. En otras palabras, como una propuesta meramente teórica, basada en la fe ciega que cree puede representar Marx para sus seguidores, en su mayoría militantes de la izquierda francesa envueltos en una agria revisión del papel de los comunistas y de su partido en el contexto convulso de esos años.
Para desmontar esas dos acusaciones (historicismo y empirismo), Thompson formula ocho planteamientos, los cuales irá desarrollando progresivamente a lo largo del libro. Sin embargo, él resalta los cuatro primeros y que serán los que enumeraremos someramente.
En primer lugar, describe la epistemología althusseriana como la derivación de un limitado proceso académico de adquisición de conocimientos, por lo cual carece de validez general. Thompson, como buen inglés, no ataca a la persona (argumento ad hominen) pero sí frontalmente aquellos atributos “dudosos” de la persona, al desconfiar abiertamente sobre la calidad intelectual del propio Althusser.
En segundo término, denuncia que la propuesta teórica de Althusser carece para su análisis de la categoría de la experiencia, lo cual es fundamental porque este componente, o más bien la ausencia de éste, termina siendo lo que constituye el carácter meramente idealista de las propuestas althusseriana. A pesar de que Althusser acusa el materialismo histórico de ser excesivamente empirista, para Thompson el pensador francés comete el mismo error al no tomar en cuenta la experiencia. De hecho, este sería el primer elemento para acusar al pensador francés de una historia o filosofía sin sujeto, lo cual se constituye como la mayor crítica a los planteamientos de esos años, años por cierto del inicio de su debacle emocional.
Seguidamente, para Thompson, Althusser confunde el empirismo con el, a su juicio, necesario diálogo empírico. Al carecer de la categoría experiencia, todo parece indicar que el pensador francés, además, rechaza no sólo la experiencia humana sino también el devenir como elemento fundamental del materialismo histórico y su proceso esencial: la dialéctica.
Por último, Thompson compara a Althusser con el filósofo británico Karl Popper, el más acérrimo crítico de supuesto historicismo de las ciencias históricas, quien siempre desestimó la posibilidad de establecer leyes inmanentes en la historia. Para Thompson, aunque Althusser y Popper llegan a conclusiones distintas, ambos formulan una crítica similar (historicismo) contra el materialismo histórico, a todas luces injustificado por parte del historiador inglés.
Estas críticas concretas, más otras descritas por Thompson, como el carácter estático del estructuralismo althusseriano, la falencia de otras categorías adecuadas para explicar sus propias contradicciones o su evidente incapacidad de tratar (“salvo en su forma más abstracta y teórica”) cuestiones referentes a los valores de la cultura y la teoría política, son desarrolladas a través del libro que, en concreto, acusa de miserable (de allí el título) la teoría althusseriana.
El arbitraje de Anderson (y conclusiones)
Alvira (2010) recuerda oportunamente para este ensayo la mediación que intentó el también marxista británico Perry Anderson, quien antes ya había polemizado públicamente con Thompson y que en 1978 publicó un libro ejerciendo una especie de arbitraje entre las dos partes enfrentadas. Se trata de su texto Teoría, política e historia. Un debate con E.P. Thompson.
Aunque en realidad fuera más un cuestionamiento a las posiciones thompsonianas que una encendida defensa de Althusser. De todos modos, para Anderson esta polémica representó “la primera confrontación a gran escala de un historiador inglés con un gran sistema filosófico del continente en el terreno del marxismo”, siendo necesaria además “para el desarrollo del materialismo histórico un encuentro entre las dos prolijas tradiciones representadas por Thompson y Althusser, respectivamente”[14].
Esta afirmación resulta fundamental, pues como asomamos al inicio de este ensayo, en la confrontación discursiva (libros, artículos, ponencias, eventos, grupos de estudio, prácticas sociales en general) que señalamos se enfrentan fundamentalmente los discursos del idealismo teórico de Althusser, por una parte, y el materialismo histórico de Thompson, por la otra, pero cuyo centro, para Anderson (como para el propio Thompson), es la historiografía, es decir, la afectación directa que tuvo la primera en las ciencias históricas y, en consecuencia, la defensa que desde éstas hizo Thompson.
En primer lugar, y así sucede en el orden de los capítulos del texto de Anderson, éste se concentra en reflexionar lo que señala Thompson sobre la historiografía. En este apartado inicia con tres preguntas: 1) ¿Cuál es la naturaleza particular y el estatus de los datos empíricos en una investigación histórica?; 2) ¿Cuáles son los conceptos apropiados para la comprensión de los procesos históricos?; y 3) ¿Cuál es el objeto característico del conocimiento histórico? Thompson, señala Anderson, expone y contraargumenta cada planteamiento de Althusser al respecto y ofrece su propia solución. En general, Thompson critica la “indiferencia radical” que la epistemología de Althusser hacia los datos primarios de la investigación histórica. Si bien no da explicación alguna acerca del carácter de esos datos es fundamental entender que su origen principal es “la experiencia”. Y dicha experiencia se da en un diálogo entre el sujeto investigador y el objeto investigado. Entre la teoría, no como conocimiento a priori, que no está la producción de conocimiento, sino en el resultado que se da en cuanto esa teoría se confronta con la realidad (experiencia). Para Anderson, allí está “el primer resbalón” de Althusser al identificar erróneamente el conocimiento con ciencia, cuando éste debe pasar por el tamiz que se origina en el diálogo teoría y la confrontación de los datos empíricos, incluso si esos datos primarios ya han sido manipulados y seleccionados por quienes lo hicieron posible. Sin embargo, también crítica la “pobre defensa” que ha Thompson basándose únicamente en experiencias aisladas de profesionales de la Historia.
La reflexión de Anderson es mucho más profunda y recorre los vericuetos filosóficos de la teoría del conocimiento (desde Spinoza hasta Popper), para plantear en un escenario más amplio los aciertos y desaciertos de Althusser y Thompson. Lo que rescatamos aquí es la reflexión que se da sobre la legitimidad del proceso o método de acercamiento del investigador a los datos primarios y de la pertinencia o no del conocimiento que se produce de esa exposición, análisis o manipulación que hace éste de dichos datos.
En segundo lugar, Anderson dialoga con otro de los grandes temas de Miseria de la teoría, ya no acerca de la problemática metodológica que plantea Althusser, sino en lo sustantivo. Parte con otra interrogante: ¿Cuál es el papel o el valor de la acción humana en la Historia? Anderson recuerda la crítica encarnizada de Thompson a la afirmación de Althusser de que “la historia es un proceso sin objeto”. Tal vez esta sentencia constituye la molestia intelectual más fuerte de Thompson contra Althusser. Si en el capítulo precedente Anderson habla de las implicaciones epistemológicas en el método histórico, ahora habla del desconocimiento que hace Althusser del objeto de los estudios históricos, como vimos al principio de este ensayo: el ser humano en el tiempo. Según Anderson, Althusser ve a las hombres y a las mujeres individualmente como “soportes de las relaciones de producción” y no como señala Thompson, una “herencia genuina de la teoría de Marx”: los hombres y las mujeres son los agentes de la historia, “siempre frustrados y siempre resurgentes de una historia no dominada”.
La Historia no es un proceso sin sujeto, es una práctica humana, y por tanto el objeto de la historiografía ha de ser el ser humano como principal agente, a diferencia de lo planteado por Althusser. Por tal motivo, Anderson concentra el mayor número de páginas de su libro a explicar la acción humana en la historia, para justificar al hombre y la mujer, no sólo como sujetos dominados de la historia, sino como agentes de la propia historia, incluso utilizando los argumentos de Thompson en su celebrada obra La formación histórica de la clase obrera inglesa.
Asimismo, Anderson recuerda el recorrido que hace Thompson en su respuesta a Althusser para fundamentar una apología compleja del materialismo histórico, haciendo una revisión exhaustiva y una nueva interpretación de Marx y del marxismo, para reformular así el objeto de la historiografía en general y del materialismo histórico en particular. Ya no se trata solo del ser humano y su acción, sino de alcanzar “un conocimiento unitario de la sociedad”, una tarea que ha mantenido las generaciones posteriores de historiadores marxistas.
Por último, “una vez ha demolido la estructura intelectual de la teoría de Althusser”, Thompson concluye su Miseria de la teoría analizando los tres grandes momentos de la historia del movimiento socialista posterior a la muerte de Marx. Luego de eso, Anderson comenta los retos de la izquierda internacional, no solo posterior a los planteamientos de Thompson a Althusser, sino también a partir de sus críticas la célebre revista New Left Review, del cual fue fundador.
En conclusión, podemos observar cómo la historiografía o las ciencias históricas, desde la conformación de las disciplinas de las ciencias sociales, hasta la confluencia o divergencia de corrientes epistemológicas, teóricas y/o filosóficas, ha sido centro de diversas disputas no sólo de talante científico sino también de tipo discursivo, es decir, no sólo individualidades, sino también grupos humanos y instituciones. Ello se debe a que en la Historia, como ciencia social y como en ninguna otra disciplina científica, convergen tanto los elementos materiales de la realidad como los componentes complejos de la realidad humana, aspectos fundamentales que debemos tener en cuenta para la defensa del carácter científico de la historiografía y, sobre todo, para la valoración que de ésta debe tener la sociedad en su conjunto.
Bibliografía
Althusser, L. (1965). La revolución teórica de Marx. México: Siglo XXI, 1968
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Alvira, P (2010). Epistemología y Ciencia Histórica en la polémica Thompson–Althusser. RHA, Vol. 8, Núm. 8 (2010), 141-152. Consultada en línea el 3 de marzo de 2022. En: https://historia-actual.org/Publicaciones/index.php/rha/article/view/597
Anderson, P. (1985). Teoría, política e historia. Un debate con E.P. Thompson. Madrid: Siglo XXI
Bloch, M. (1949). Apología para la historia o el oficio del historiador. México: Fondo de Cultura Económica, 2018
Collingwood, R. (1946). Idea de la historia. México: Fondo de Cultura Económica, 2011
Dilthey, W. (1883). Introducción a las ciencias del espíritu. México: Fondo de Cultura Económica, 1949
Hottois, G. (1997. Historia de la filosofía. Del renacimiento a la posmodernidad. (Barcelona: Cátedra, 1999
Rodríguez, J. (2013). De qué hablamos cuando hablamos de marxismo. Madrid: Ediciones AKAL
Thompson, E. (1978). Miseria de la teoría. Barcelona: Crítica, 1981
Wallerstein, I. (1996). Abrir las ciencias sociales. México: Siglo XXI
[1] Marc Bloch. Apología para la historia o el oficio del historiador. (México: Fondo de Cultura Económica, 2018), 58
[2] R.G. Collingwood. Idea de la historia. (México: Fondo de Cultura Económica, 2011), 69
[3] El primer volumen de la Introducción a las ciencias del espíritu fue publicado en 1883.
[4] Gilbert Hottois. Historia de la filosofía. Del renacimiento a la posmodernidad. (Barcelona: Cátedra, 1999), 368
[5] Idem, 369
[6] Utilizaremos para este breve ensayo la versión del texto original traducida, prologada y revisada (con prólogo, epílogo y notas de su autoría) por el destacado filósofo y traductor español Eugenio Imaz (1900-1951) para el Fondo de Cultura Económica (FCE)
[7] Wilhelm Dilthey. Introducción a las ciencias del espíritu. (México: Fondo de Cultura Económica, 1949), 31
[8] Ídem
[9] I. Wallerstein. Abrir las ciencias sociales. (México: Siglo XXI, 1996), 7
[10] Pablo Alvira. Epistemología y Ciencia Histórica en la polémica Thompson–Althusser. RHA, Vol. 8, Núm. 8 (2010), 141-152
[11] Ídem
[12] Louis Althusser. La revolución teórica de Marx. (México: Siglo XXI, 1969), IX
[13] J.C. Rodríguez. De qué hablamos cuando hablamos de marxismo (Madrid: AKAL, 2013), 166
[14] Pablo Alvira. Epistemología y Ciencia Histórica en la polémica Thompson–Althusser. RHA, Vol. 8, Núm. 8 (2010), 141-152
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