Este ensayo constituyó la entrega final del Seminario “Construcción del tiempo histórico nacional”, impartido por el historiador venezolano y Premio Nacional de Historia, Omar Hurtado, en el Centro Nacional de Estudios Históricos (CNEH) de Venezuela, entre los meses de marzo y julio de 2020
Tal vez uno de los esfuerzos más importantes para darle estatuto de ciencia a la historia fue la definición de su objeto de estudio. Por tal motivo, los textos clásicos de teoría de la historia guardan siempre un apartado o reflexión sobre cuál debería considerarse tal objeto. Una de las más citadas definiciones es la de Bloch (1949), quien estableció como objeto de la historia al ser humano en el tiempo[1]. Similar referencia hace Collingwood (1946) al señalar, como la “clase de cosa que averigua la historia”, los actos humanos que han sido realizados en el pasado[2]. Ambas definiciones contemplan tres elementos esenciales para nuestro planteamiento. En primer lugar, los seres humanos; en segundo término, los actos que éstos acometen; y, por último, el tiempo.
Estos tres elementos o aspectos (ser o ente, acto y tiempo) forman parte, como constituyentes o notas constitutivas de eso que conocemos desde la filosofía, como realidad.
Y es que muchos textos de teoría de la historia mencionan o refieren el concepto de realidad de maneras tan variadas como disímiles: como objeto mismo de la historia adjetivándola con el término histórica, como el sitio en el que puede hallarse el objeto de estudio, como las coordenadas y las delimitaciones espacio-temporales en la que se dan los acontecimientos históricos, como el horizonte de entendimiento del investigador histórico o como el lugar de enunciación de su discurso.
Esto no es un error terminológico ni mucho menos una falta de precisión metodológica. Se trata del reflejo exacto de la complejidad, la diversidad y el carácter dinámico de la realidad misma. Sin embargo, esta complejidad (por el bien de la historia como disciplina científica), obliga al reto de intentar un tipo de definición que permita su aprehensión y entendimiento, pero sobre todo, su aplicabilidad en las propuestas metodológicas de investigación histórica.
Collingwood advierte que “una ciencia difiere de otra en que averigua cosas de diferente clase”[3]. Entonces, la clase de cosas que investiga alguna de las ciencias naturales como, por ejemplo, la física, la cual recoge, analiza y reporta resultados sobre la experimentación de cosas físicas o materiales, constituirían la realidad física o empírica. Mientras que la historia, como parte de lo que Dilthey definió como ciencias del espíritu, analizaría cosas inaprensibles o inmateriales, es decir, aquellas que conforman la realidad humana. Sin embargo, las cosas no son tan elementales, pues el desarrollo de las ciencias, tanto naturales como humanas, así como la filosofía de las ciencias y la filosofía de la historia han encontrado imbricaciones, encuentros, diálogos y yuxtaposiciones entre la realidad material o física y la realidad humana o intramundana.
El discurso de la filosofía de la modernidad se planteó como reto acabar con esa dualidad de la realidad que tanto la filosofía clásica como la filosofía cristiana se empeñó en establecer. Cuerpo y alma, carne y espíritu, dos sustancias que se encuentran, conviven, pero separadas por una dualidad inquebrantable e incorruptible.
Hegel, al intentar una comprensión conceptual del mundo real, logró establecer en la filosofía una perspectiva que aún perdura en nuestros días y que ha marcado indeleblemente toda noción de investigación científica. El pensador alemán, al darle un estatuto de sustancia al sujeto cognoscente (aquél que conceptúa) lo equiparó al objeto que conoce, es decir, aquello que antes estaba separado del sujeto: la realidad.
La filosofía occidental experimentó un golpe de timón con la propuesta metafísica hegeliana, pues a partir de entonces sujeto y objeto son partes sustantivas de la realidad y no entidades separadas. Sin embargo, para Hegel, el sujeto debe iniciar un viaje, un periplo heroico de su conciencia, duro y trabajoso, en el que va adquiriendo progresivamente un conocimiento de la realidad en un devenir, en una dialéctica permanente entre la realidad, como mundo de todas las cosas, y el ser. Esto le concedió un carácter dinámico a la constitución de la realidad, pero sobre todo, un carácter histórico, pues es el ser humano, como realidad, como dijimos, progresivamente y en un devenir, va dialogando con el mundo de las cosas y conformando esa totalidad de lo real, que en diversas conceptualizaciones a partir del propio Hegel se ha denominado ser absoluto.
Por lo tanto, como advertimos más arriba, el ser humano, sus actos y el tiempo, como objetos de estudio propuestos por Bloch y Collingwood, como teóricos de la historia y ambos herederos del pensamiento de la modernidad, la cual logra su cima con Hegel, no escapan de los planteamientos de una metafísica que plantea la existencia de una realidad totalizadora de todas las cosas que la conforman, y por tanto dinámica y abierta, es decir, una realidad histórica.
Aquí encontramos también uno de los problemas en permanente discusión entre la filosofía y la historia, el cual debe aclararse por el bien de las ciencias humanas en general y de la historia en particular. En la tradición de la conceptualización de aquello que ha de considerarse ciencias históricas, cuando se habla de historia como lo acontecido, se hace referencia a aquello que sucedió en la realidad material o física y que fue, precisamente, cometido por los seres humanos en un lugar y tiempo específicos; y, por otra parte, cuando se habla de Historia (con mayúscula en la propuesta de Koselleck[4]), ello se refiere a las ciencias históricas en sí (teorías, métodos y prácticas) y al discurso histórico, es decir, a los relatos o reportes científicos, producto de las investigaciones históricas. Para algunos, lo escrito por los historiadores (e historiadoras): la historiografía.
Estamos de nuevo ante una dualidad “realidad-concepto”, la cual, debido a la discusión o lucha por darle estatuto de ciencia a la historia y diferenciarla de la filosofía, lamentablemente desdibujó su objeto de estudio o lo delimitó a la res gestae, es decir, a los hechos heroicos, en otras palabras, actos realizados no por el ser humano en general sino por héroes y heroínas particulares. Entonces, la historia (con renombradas y destacadas excepciones iniciadas por la Escuela de los Anales y, en Venezuela, por Federico Brito Figueroa, de un estudio de la historia más amplio y que tomara en cuenta su carácter dinámico y de abarcador de la realidad) se ha limitado a narrar o reportar hechos.
También ha contribuido a la distorsión o desdibujamiento del objeto de estudio de la historia, el hecho de que la filosofía posthegeliana, hablamos de Marx, Heidegger, incluso de los hermeneutas como Dilthey y el propio Gadamer, cuando utilizan en sus reflexiones los términos historia, histórica (como sustantivo y como adjetivo) e historicidad se refiere a nociones metafísicas, es decir, al devenir o la temporalidad de la realidad y del ser instalado en ella.
En nuestro planteamiento, el profesional de las ciencias históricas ha de tener por objeto la realidad histórica que, al igual que los filósofos, es materia de investigación y análisis, a partir de Hegel, como totalidad de la realidad. Ambas son definiciones que refieren una realidad abierta y dinámica como conjunto de todas las cosas, conceptuales y materiales, que conforman la realidad. Y, repetimos, ambas interesan como objeto a filósofos e historiadores. La diferencia estriba en la perspectiva y propósito.
En primer lugar, la perspectiva del filósofo es a priori, mientras que para el historiador es a posteriori, es decir, lo ya acontecido. La visión apriorística del filósofo ha sido, precisamente, el centro de todas las críticas de la filosofía de la historia, pues se le acusa de determinista y universalista. De hecho, su propósito (el de la filosofía de la historia) es la formulación de una historia universal, tomada hoy en día como una imposición, pues se presenta como universalista cuando en realidad es eurocentrista, como todo el pensamiento de la modernidad. Vencer ese determinismo es una de las metas de la filosofía de la liberación y de los estudios decoloniales contemporáneos.
Para Abbagnano (1960), el propósito de la historia universal es “el conocimiento del plan providencial del mundo histórico”[5], repetimos, razón por la cual ha sido acusada, precisamente, de determinista por esa pretensión definir un “plan providencial” para el devenir histórico del mundo. Las repercusiones negativas de este “designio histórico”, de esta imposición de un telos o fin teleológico (término también metafísico), ha sido esa intencionalidad de encauzar la historia de la humanidad irremediablemente a una “causa final”, la cual a la luz de nuestros días no ha acontecido.
Por tal motivo, a diferencia de “la historia de los historiadores”, la historia universal es independiente de las limitaciones impuestas por el material historiográfico y de los instrumentos de investigación. En otras palabras, es meramente conceptual.
Ya Fitche había considerado estos dos tipos de historia: la a priori, completamente independiente de lo acontecido, sus registros e interpretaciones, y por tanto, materia del filósofo; y la historia a posteriori, que es la materia del historiador[6].
Y es precisamente el profesional de las ciencias históricas quien no puede prescindir de “todo material historiográfico”, aún con sus limitaciones, pues su objeto es la historia a posteriori, es decir, lo acontecido, la historia escrita sobre ello, así como los documentos que por medio de sus instrumentos y métodos de investigación pueda tener acceso. Entonces, si hablamos de lo acontecido, nos referimos de nuevo a lo acaecido en la realidad material, la realidad real, vista ésta como totalidad, es decir, como realidad histórica.
Nos encontramos de nuevo ante una dualidad: lo estrictamente conceptual de la historia universal como propósito de la filosofía de la historia; y, por otra parte, la materialidad de lo realmente ya acontecido en la realidad como objeto del historiador y, en consecuencia, su detección, análisis y reporte como propósito fundamental.
Si afirmamos que la realidad histórica es la totalidad de todo lo real y Hegel produjo una propuesta de unidad de contrarios entre lo conceptual y lo físico, es menester de las ciencias históricas asumir como objeto de estudio dicha totalidad en la que se fusionan de manera dialéctica lo inmaterial y lo físico, pues esa realidad histórica es el lugar donde el ser humano, como ser y objeto, constituye con sus actos la temporalidad y devenir histórico de dicha realidad.
Ignacio Ellacuría y su concepto de realidad histórica
En el pensamiento contemporáneo latinoamericano y, por tanto, emancipador y en sintonía con la teología y la filosofía de la liberación de la región, existe una propuesta que sintetiza nuestro planteamiento. Se trata de la conceptualización de realidad histórica del filósofo y jesuita español-salvadoreño Ignacio Ellacuría[7].
Basado en la metafísica del filósofo español Xavier Zubiri, y siguiendo la tradición de la filosofía clásica, desde los presocráticos hasta Heidegger, Ellacuría propone como objeto de la filosofía la totalidad de todas las cosas reales. En su planteamiento, eso supone un reto pues existe el difícil problema de definir aquello que da unidad a toda la realidad. Como al inicio de este brevísimo ensayo, Ellacuría retoma a Hegel y, en consecuencia, a Marx, estableciendo que aquello que le da unidad a la realidad, ha sido para algunos la unidad conceptual y, para otros, la unidad física.
Ellacuría observa en Hegel y su dialéctica, específicamente en el rescate que hace Marx de su núcleo en El Capital, el devenir, como ese movimiento dialéctico permanente, que logra concretar la unidad de los contrarios, es decir, entre lo físico (mundo natural) y lo conceptual (lo humano y su incidencia).
“Sólo como devenir, que, por su propia naturaleza es una unidad de contrarios, puede captarse y conceptuarse la realidad; sólo como momentos de un todo procesual puede entenderse la totalidad de la realidad. Cuando se toman las cosas en una extensa perspectiva y buscando el fondo de la realidad, aparecen como momentos evanescentes de un proceso” (Ellacuría, 2007: 20)
Sin rechazar la existencia de una unidad meramente conceptual y una unidad puramente física, la realidad, en cuanto a totalidad de todo lo real, ha de considerarse procesual, es decir, dinámica. Y en ese proceso, los elementos o las cosas que conforman dicha realidad son, en palabras de Ellacuría, “momentos evanescentes” de dicha dinámica procesual.
Esa totalidad, en la cual la realidad “da más de sí”, y donde convergen todos los tipos de realidad posibles (humana, material, conversacional, mediática, entre otras), es lo que denomina Ellacuría como realidad histórica.
Esa unidad y el carácter dinámico y abierto de esa realidad como totalidad es posible por la interacción perpetua de la materialidad de la historia, es decir, la presencia espacio-temporal de materia en la realidad.
Ellacuría cita a Engels, quien ve la materia como un componente dinámico y no como algo estático o no sujeta al desarrollo histórico, pues a su juicio esto conllevaría a una concepción anti-histórica de la naturaleza y, por consiguiente, a una falsificación de la realidad.
También se apoya en la metafísica zubiriana para quien la materia, como una unidad de elementos en permanente reacomodo o transformación, tiene una posición dinámica en el espacio y en el tiempo. Este último considerado en la filosofía como tiempo cósmico, es decir, ese que avanza independientemente de la temporalidad humana.
Sin embargo, la materialidad de la historia, cuya temporalidad es el tiempo cósmico, unida a lo que denomina componente social de la historia, que es la intervención de la especie humana como realidad, y al componente personal de la historia, como las acciones concretas del ser humano en la transformación de la materialidad física y, por ende, en la dinámica y la apertura de la realidad, nos lleva a lo que denomina la estructura temporal de la historia.
En la estructura temporal de la historia se imbrican, dándole unidad al mundo de las cosas: la materialidad física, con su temporalidad (tiempo cósmico), y la realidad humana, con sus estructuras temporales o tiempo humano (sucesión, edad, duración y precesión) para conformar así la temporalidad de la realidad histórica.
Por tal motivo, cuando tratamos de concebir la Construcción del Tiempo Histórico, desde la perspectiva del historiador (a), debemos ubicarnos en la totalidad de lo que conforma la realidad en su devenir, en su dialéctica y, por tanto, en un espacio dinámico y abierto, que integra todas las realidades posibles: material, humana, social, mediática, pues éstas conforman como totalidad la realidad histórica.
Volvamos a la historia como disciplina
Para entenderlo mejor, desde la perspectiva de la teoría de la historia, retomemos lo planteado por Collingwood (1946). La historia, como disciplina, se encarga de los actos realizados por el hombre en el pasado, es decir, en una temporalidad limitada. Entonces, el tiempo histórico se convierte en el lugar donde acaecen los actos hechos por el ser humano.
Por su parte, Bloch (1949) considera la tiempo histórico más allá que una simple medida. A su juicio, la temporalidad forma parte constitutiva de la realidad, pues, en su perspectiva teórica, el tiempo es el lugar en el que acaecen los actos humanos.
“Realidad concreta y viva, entregada a la irreversibilidad de su impulso, el tiempo de la historia, por el contrario, es el plasma mismo donde están sumergidos los fenómenos y es como el lugar de su inteligibilidad” (Bloch, 1949: 58)
En esta cita ratificamos algunos de los planteamientos ellacurianos sobre la realidad histórica. En primer lugar, la materialidad que se asoma en el concepto de Bloch de realidad concreta. El tiempo es materialidad en la medida que es el sitio de concreción, es decir, el lugar donde se da la transición de las potencialidades humanas a actos humanos que, a su vez, modifican la realidad (actualización).
En segundo término, Bloch coincide con Ellacuría al darle un carácter vivo a la realidad, es decir, dinámico, en permanente transformación. Ello, pues los actos humanos se van sucediendo en el tiempo y de manera permanentemente, por lo que conforman eso que denomina Ellacuría “momentos de un todo procesual” que, a su vez, nos permite entender la totalidad de la realidad.
Y, por último, y que se relaciona directamente con lo anteriormente dicho, Bloch describe el tiempo como “lugar” no sólo como el espacio donde acaecen los hechos históricos, sino también el “lugar de su inteligibilidad”, en otras palabras, la posición intelectiva que nos permite interpretar de manera correcta dichos momentos.
Para entender, para darle inteligibilidad al tiempo histórico, entramos en el campo de la comprensión humana, la cual sólo es posible al darle sentido a una situación cuando ésta se concreta como un todo, es decir, cuando se aprecia un fenómeno de la realidad como totalidad.
Si queremos proponer la realidad histórica como objeto de las ciencias históricas, es fundamental precisar cómo se da dicha totalidad y cómo opera esa inteligibilidad, tanto en la detección, como en el análisis de los hechos históricos.
Pero para acercarnos más, volvamos a Collingwood. En su propuesta ya comentada hay tres elementos de carácter conceptual que en una dinámica dialéctica con la materialidad sugiere la unidad de los contrarios. En primer lugar, el propio término acto sugiere, desde la filosofía aristotélica, una noción conceptual muy importante para la dinámica misma de la realidad. Como asomamos más arriba, se trata de la potencia. Todo acto es la materialización de una potencialidad y ésta no es material hasta que el acto se concreta. En términos aristotélicos, el principio fundamental del movimiento y, por tanto, de la temporalidad humana y el tiempo histórico es el paso de la potencia al acto. Y este principio explica, en esta perspectiva de intentar definir un objeto de la historia, porqué el historiador no sólo ha de tomar en cuenta como objeto de su reflexión los actos humanos, sino también las potencialidades, en un primer momento inmateriales, que hicieron posibles dichos actos, llámense causas, condiciones o posibilidades.
En conclusión, el tiempo histórico no sólo es la periodización del tiempo cósmico. Se trata del lugar donde suceden los hechos históricos y, por ende, de considerarse un término conceptual se convierte en materialidad, en concreción, en realidad, lo cual hace posible la detección precisa de los hechos históricos y su análisis.
Y, en segundo término, el tiempo histórico es, en palabras de Bloch, “el plasma mismo donde están sumergidos los fenómenos”, concretamente la posición que permite al investigador, pero también a los actores histórico la comprensión de la realidad histórica en la que están instalados, su “lugar de inteligibilidad”.
Entonces, la temporalidad, vista aquí como tiempo histórico, es parte constitutiva de la realidad, pues es lo que hace posible la totalidad de todas las cosas del mundo y, por ende, permite darle sentido, en otras palabras, entender la historia.
Referencias
Abbagnano, N. (1960). Diccionario de filosofía. México: Fondo de Cultura Económica, 2010
Bloch, M. (1949). Apología para la historia o el oficio del historiador. México: Fondo de Cultura Económica, 2018
Collingwood, R. G. (1946). Idea de la historia. México: Fondo de Cultura Económica, 2011
Ellacuría, I. (2007). Filosofía de la Realidad Histórica. San Salvador: UCA Editores
Koselleck, R, (1975). historia/Historia. Barcelona: Trotta, 2010[1] Marc Bloch. Apología para la historia o el oficio del historiador. (México: Fondo de Cultura Económica, 2018), 58
[2] R.G. Collingwood. Idea de la historia. (México: Fondo de Cultura Económica, 2011), 69.
[3] Idem
[4] Reinhart Koselleck. historia/Historia. (Barcelona: Trotta, 2010)
[5] Nicola Abbagnano. Diccionario de filosofía. (México: Fondo de Cultura Económica, 2010), 545
[6] Idem
[7] Ignacio Ellacuría (1930-1989), jesuita, docente universitario y filósofo, fue rector de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” (UCA). La noche del 16 de noviembre de 1989, junto a otros miembros del equipo rectoral de esa casa de estudios, fue brutalmente asesinado por un comando especial de las fuerzas militares salvadoreñas por lo que se conoce como uno de los “mártires de la UCA”.
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