Preliminar: Este texto lo difundo con autorización de la profesor Carlos Molina (UCA). Es un ejercicio ensayístico para la asignatura Introducción a la Ética del Curso Propedéutico del Doctorado de Filosofía Iberoamericana de la UCA.
La acción moral no
sucede en el vacío, acaece en sociedad, en interacción permanente con otros
individuos y con otros grupos sociales. Los componentes que conforman la
sociedad están en permanente diálogo discursivo y cualquier decisión que sea
tomada por uno de ellos, en una situación concreta que posee implicaciones
morales, requiere necesariamente ser justificada, legitimada ante otros, es
decir, exige ser explicada argumentativamente. Las decisiones éticas requieren
de explicaciones, pero más que eso exigen un aparato retórico que las
sustenten. De allí, que el lenguaje y el discurso tenga un papel preponderante
en la ética. Con lenguaje construimos realidades, pero también justificamos
ciertas realidades o nuestra acción moral en esa realidad llena de individuos.
Con el discurso se materializa la interacción de los individuos que están
situados en esa realidad.
Por tal razón, no
resulta difícil concebir que las teorías éticas contemporáneas son fundamentalmente
apelaciones lingüísticas y argumentativas que se utilizan para construir
aparatos retóricos que permiten, efectivamente, defender de manera justificada
la toma de una opción o la elección de una decisión en una situación particular
o cuando enfrentamos un problema concreto que tiene implicaciones morales.
Tampoco es exagerado
decir, entonces, que la ética aplicada, en nuestra sociedad contemporánea actual,
terriblemente determinada por intereses particulares de poderosos que siguen
ejerciendo opresión sobre los más débiles; contextos cubiertos por realidades
enmascaradas que ocultan las verdaderas situaciones en las que el ser humano
actúa; y, por último, con un mundo lleno de simulacros construidos por nuevas y
sofisticadas formas de elaboración virtual, es decir, nuevos medios de
comunicación y digitales; apelar a la “ética” (con comillas) es, en última
instancia, un ejercicio técnico de toma de decisiones que, a su vez, exige
simultáneamente desplegar un esfuerzo argumentativo que, desde el propio
lenguaje, sustente tanto el proceso de decisión ética como la toma concreta de
una opción.
Y hablamos de dos
momentos, porque se apela a una teoría como el utilitarismo o el consecuencialismo,
para justificar que en el proceso ético-argumentativo fueron tomadas en cuenta
implicaciones sobre la utilidad que tendrá la decisión ética o las
consecuencias que ésta acarrería. En el campo argumentativo concreto, antes de
la toma de la decisión, se construye lingüísticamente esa etapa del proceso
porque “estás tomando en cuenta utilidades y consecuencias” y, después de la
toma de la opción, sea cual se el resultado, se apelará retóricamente a que
fueron evaluadas en todas las opciones posibles, sus utilidades o
consecuencias. Así el proceso “está blindado” y permite la casi automática
aceptación de los otros.
Ante esto, teorías como
la virtud, quedan totalmente neutralizadas. Una teoría que se basa en
cuestiones relativas a cómo debe vivir cada quien para configurar su propio
carácter, para que en una futura situación moral concreta el individuo pueda
tomar una decisión correcta y que además responde a la manera en que en su
historia particular supuestamente el individuo ha forjado su carácter y su personalidad, para así tener con los años la
fortaleza, el coraje, el arrojo y la sabiduría suficiente para decidir
correctamente, no tiene fuerza argumentativa. Éste no es un argumento válido
desde una perspectiva retórica.
Además, en una sociedad como
la nuestra, mostrar o demostrar que una decisión ética es correcta porque la
persona tiene coraje, valor o sabiduría no tiene fuerza argumentativa. Incluso,
puede resultar un contraargumento, pues ello se podría criticar fácilmente con denuedo,
pues se podría afirmar que quien decidió o los que apoyan la decisión, sólo
tomaron en cuenta el buen carácter o la sabiduría de quien la tomó, y no las utilidades
y las consecuencias de lo decidido.
Sin embargo, muchos
apelan a la argumentación ética basada en el carácter, la experiencia y el coraje
de quien decide, pero ésta es una falacia argumentativa conocida como ad honimem, muy usada en nuestro entorno presidencialista,
mediático, farandulero, en el que la política o la acción moral pública la
protagonizan decisores “sacados” de los mass
media. Situaciones morales sobran en la que se apela más a la persona que
decide que al argumento mismo que podría apoyar o legitimar cualquier
decisión moral, siendo, como su nombre lo indica, una apelación falaz. Estamos
ante un argumento basado sólo en el ethos,
es decir, en la capacidad retórica del individuo, no en su carácter en
realidad, sino más bien argumentos vacíos fundamentados en la imagen retórica
que proyecta quien argumenta. Por tal razón, la virtud, como argumento, es débil
aunque es muy usado en nuestra sociedad.
He allí la fuerza
argumentativa de teorías éticas como el consecuencialismo o el utilitarismo, pues
en los silogismos éticos que plantean la toma de una decisión moral en una
situación concreta, como referimos antes, ambas teorías se “plantan” en toda la
estructura, tanto como premisa, pues
se tomaron en cuenta antes utilidades y consecuencias posibles; como en las conclusiones, pues sea cual sea el
resultado, los cálculos utilitarios o consecuencialistas están implícitos en el
producto final. En otras palabras, se convierten en un fuerte argumento bajo la
forma de entimema, es decir, aunque
no estén explícito en la conclusión, tiene un alto poder retórico.
Un ejemplo lo vemos en
el caso de la guerra. La teoría del ius
in bello, uno de los de tres requisitos es el de “proporcionalidad“, indica que las malas consecuencias esperadas de un acto de guerra no deben
superar o ser mayores que sus esperadas consecuencias buenas. Rétoricamente,
es fuerte el argumento, y de hecho lo conocemos como “riesgo calculado” en
materia bélica. La sociedad acepta las consecuencias de la guerra (heridos y
muertos inocentes, destrucción de patrimonio cultural, etc.) no por el acto
moral en sí de la guerra (defensa nacional, por ejemplo), sino porque hay un
argumento consecuencialista muy poderoso: es el costo calculado de la guerra.
Por último, lo realmente
importante de lo planteado aquí es preguntarse cuándo una argumentación en sí
es ética o no. “Lo ético” no sólo ha de limitarse a la postura o la toma de
decisión que asumimos en una situación con implicaciones morales, sino también
hay que cuestionarse si la argumentación que construimos para justificar,
legitimar o garantizar nuestra acción es guiada por valores o virtudes y no
simplemente para encubrir retóricamente la decisión misma. Aristóteles, el
filósofo, es buen ejemplo para responder esas interrogantes.
La Retórica de
Aristóteles fue escrita, fundamentalmente, no para encubrir posturas políticas,
sino más bien para la toma racional de decisiones en los discursos públicos.
Por tal razón, el Estagirita jamás perdió de vista la relación entre su
planteamiento ténico de cómo argumentar y la postura ética de quien argumenta. Pero
eso es tema para otros ensayos futuros.
Antonio
Núñez Aldazoro
Martes, 4 de diciembre de 2012.-
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