lunes, 21 de marzo de 2022

Me declaro escriptofóbico

Ok, voy a comenzar esta entrada en el blog (estrenando hacerlo desde mi perfil de Gmail) con una confesión: me declaro escriptofóbico. En otras palabras, me da miedo escribir. Es una condición antiquísima. Todos los inmensos y oceánicos esfuerzos que he acometido (académicos, literarios, epistolarios, institucionales, técnicos, etcétera) han sido agotadores, escalofriantes, eternos, paralizantes, asfixiantes y aterradores. He estado por horas, tal vez días, procrastinándome hasta la angustia, hasta un estado absoluto de ansiedad. No hay nada que me deprima más que el texto pendiente, que la escritura pospuesta, que la redacción postergada. Me he visto inexorablemente sumido en un mundo oscuro, frío y solitario (aunque esté rodeado de personas) a causa de la no-textualización, la falta de sustantivación, es decir, que un verbo (pensar un texto) se convierta en sustantivo (materialización textual).

Es una absoluta contradicción al ser profesor de redacción. He estado más de dos décadas recomendándole a cientos de jóvenes a vencer sus miedos a escribir. Enseño tercamente estructuras, elementos, técnicas, procesos, pero a veces (la mayoría) soy incapaz de recordar nada de eso. El miedo me paraliza. Soy ese religioso que convence a los demás de tener fe pero que en la noche grita de terror al no encontrar la suya. Por eso me persigue como una amenaza o una condena cualquier decálogo o frase rimbombante que algún escritor o escritora haya difundido sobre el arte de escribir. Poseo manuales, diarios, antologías, tratados, que profesionales de la redacción han producido sobre los misterios de su arte. De hecho, los uso para enseñar, pero, aunque muchos hablan del terror de expresarse por medio de la palabra escrita, me refugio en la técnica, en la instrumentación, en la tecnología. Y rehuyo al misterio insolasyable de iniciar la redacción, con un nudo en la garganta, la boca seca, las manos temblorosas y una sensación de desmayo, de desvanecimiento, de vahído.

Odio hasta el extremo a quienes me recuerdan frases como las del querido Kotepa (“escribe que algo queda”) o aquel eterno epígrafe sobre la escritura automática (“escribe, algo tendrá de valor cuando lo revises”) como si escribir fuera tan fácil. Y no me refiero a la formalidad ortográfica, la exactitud gramatical o el consagrado estilo. Hablo del pensar, del capturar la realidad en su esencia y ser capaz de plasmarlo textualmente. En esta época de autoengaño, fantasía, virtualidad y desinformación (doxa pura, pues), escribir es un acto de valentía, dado el altísimo riesgo que ello implica. Hay ignorantes felices que escriben sin saber cuánto están poniendo en juego; hay tantos docto de papel que ni siquiera se percatan tangencialmente de cuánta estupidez están destilando ¡públicamente! Porque además escribir es desnudarse, mostrarse sin artilugios. Está bien, la retórica es el ropaje, pero ni siquiera eso salva un mal planteamiento, el pensamiento erróneo, la miserabilidad del sujeto escribiente que no sabe qué está haciendo.

Cuando escribimos estamos haciendo algo más que escribir. Pregúntenle a Austin o a Searle. Estamos pensando en voz alta, pero ¿cuántos saben pensar? Estamos expresándonos y ¿cuántos están preparados para exponerse? Estamos comunicándonos y ¿cuántos tienen claro su contexto? Académicos, literatos, periodistas, publicistas, guionistas, epistolarios, en su gran mayoría, esa que no se ve, que no se difunde y, por tanto, que no se lee ni se conoce, está hundida en ese mismo mundo oscuro, frío y solitario en el cual los temerosos a la escritura estamos soterrados. Autoengañados, ingorantes y miedosos convivimos juntos entre el fango y el estiércol de la angustia desoladora del mundo textual no expresado.

No quiero concluir con un llamamiento, un exhorto o algo por el estilo. No cabe, no es el lugar, no es la ocasión. Pero creo que con los años viene el desenfado y la distorsión de las reales dimensiones del ridículo o la impostura. Por eso escribo estas líneas. Reitero mi decisión de declararme escriptofóbico, porque dicen que con el reconocimiento de una patología viene la aceptación y luego la bifurcación entre la resignación o la cura. Yo opto por intentar curarme y, por ello, escribo. Con un miedo aterrador, con resignación, pero escribo.

jueves, 10 de marzo de 2022

La polémica Althusser-Thompson: Una confrontación discursiva (Ensayo)

 


(Ensayo escrito para la asignatura Saber histórico, dictada por el profesor venezolano Leonardo Bracamonte en el Doctorado de Historia del CNEH)

Para alcanzar el anhelado estatus de ciencia, la historiografía ha tenido que enfrentar no pocos avatares. Uno de los primeros retos de la Historia (con H mayúscula), para ser reconocida como ciencia, fue determinar claramente su objeto de estudio. Como hemos referido en otros ensayos, al reflexionar sobre cuál debería considerarse tal objeto, una de las más citadas definiciones es la de Bloch (1949), quien definió como objeto de la historia al ser humano en el tiempo[1]. Similar referencia hace Collingwood (1946) al señalar, como la “clase de cosa que averigua la historia”, los actos humanos que han sido realizados en el pasado[2]. En ambas definiciones observamos como el propósito de los estudios históricos, y por tanto su objeto, es el ser humano y su devenir (su temporalidad) en el plano material.

 

Otro de los grandes retos de la Historia, en la búsqueda de su estatus científico, fue determinar la naturaleza o diferenciación de ese objeto en el contexto de la conformación de otras ciencias o disciplinas científicas, específicamente, en el marco de una de las empresas más importante de la modernidad, según Wallerstein (1996): la construcción del conocimiento secular. 

 

Definido que el objeto de la Historia es el ser humano y su temporalidad o devenir en el plano material nos encontramos con un primer problema: históricamente la realidad externa al humano ha sido y aún es considerada objeto exclusivo de las ciencias físicas, mientras que la denominada realidad humana se ubica en el espacio de las ciencias del espíritu o humanas. Aquí ya observamos un ejemplo de lo que denominamos en este trabajo confrontación discursiva, esta vez entre las ciencias naturales o físicas y las ciencias humanas. 

 

Hablamos de confrontación discursiva, pues las polémicas, en el área científica, no se limitan a un debate argumentativo entre dos posturas teóricas o paradigmáticas. Cuando hablamos de confrontación discursiva, nos referimos a que dichas posturas son ideológicas pues en su materialización (libros, artículos, debates, conferencias, conformación de departamentos o centros académicos y de estudio, entrevistas e intervenciones mediáticas) no sólo se enfrentan posturas exclusivamente teóricas, sino también discursos, es decir, expresiones y prácticas sociales de individuos, grupos humanos y sus instituciones, en fin, de entes sociales que actúan en contextos determinados y, en consecuencia, en la mayoría de los casos, con intencionalidades estrictamente extra-textuales. 

 

En este brevísimo ensayo, nos concentraremos en cómo la Historia ha sido uno de los centros de esos debates discursivos, tal vez el más visible. Se trata de la ubicación de la Historia como eje central en la permanente confrontación discursiva entre los dos principales paradigmas teóricos, ideológicos y, por tanto, políticos: el idealismo y el materialismo. Y cerraremos con uno de los casos más emblemáticos de esa diatriba: la polémica entre el filósofo francés Louis Althusser y el historiador británico Edward Thompson. En otras palabras, entre una teoría acusada de excesivamente teórica (valga la redundancia) y ahistórica (sin sujeto) y la historiografía inglesa marcadamente defensora del materialismo histórico de Marx.